Hace cien años, en la Navidad de 1914, ocurrió uno de los acontecimientos más extraordinarios de la Primera Guerra Mundial y de cualquier otra guerra. A medianoche los soldados británicos, agazapados en sus trincheras, escucharon que sus enemigos, los alemanes estaban cantando “Noche de Paz”. Además habían colocado sobre sus parapetos pequeños árboles de Navidad, iluminados con candelas. Todavía perplejos, los ingleses, junto con sus compañeros escoceses y franceses, comenzaron entonces a cantar sus propias tonadillas navideñas y a entonar las gaitas.
Sucedió entonces lo impensable: un soldado alemán, y otro británico, decidieron jugarse la vida: avanzaron con los brazos en alto y las manos abiertas hacia la tierra de nadie, gritando “paz” y “feliz Navidad” en el idioma del adversario. Al encontrarse se dieron un apretón de manos y se abrazaron. Pronto docenas de soldados salieron de las trincheras opuestas he hicieron lo mismo. Al despuntar el sol el hecho se repitió en muchos lugares del extenso frente de batalla. Miles de jóvenes soldados se abrazaban con sus enemigos e intercambiaban cigarrillos, chocolates o pequeños obsequios. En alguna ocasión hasta improvisaron un partido de futbol entre alemanes e ingleses.
El episodio ha sido bastamente documentado. Hay fotografías y numerosos testimonios personales y ha sido objeto de libros, poemas y películas.
Evidentemente no se volvió a repetir. El entonces papa, Benedicto XV, había solicitado un alto al fuego para Navidad, pero este había sido rechazado por los jefes de las naciones. Ante la tregua espontánea que protagonizaron sus soldados, los altos oficiales y los dirigentes políticos se alarmaron y amenazaron con someter a consejo de guerra (léase fusilar), a quien confraternizara con el enemigo, y la carnicería de la guerra continuó. Pero el gesto quedó para siempre como una manifestación del espíritu y poder que comenzó a emanar de Belén hace 2,014 años.
Los jóvenes soldados en ambos lados de las trincheras habían visto caer a muchos de sus camaradas. Sus naciones estaban enzarzadas en una guerra a muerte. Al enemigo, demonizado por la propaganda, había que aniquilarlo, destrozarlo, destruirlo. Sin embargo algo, en los cantos de la Noche Buena, tocó las fibras de sus corazones. En un insta
nte, inexplicable, misterioso, los combatientes sintieron que había entre ellos una común hermandad que superaba las barreras artificiales y los odios causados por el nacionalismo. Fue un momento, efímero, en que se asomó el poder transformador del amor; en que los soldados dejaron de ver en los otros ingleses, franceses o alemanes, para ver sencillamente hombres como ellos; frágiles, sufridos y con derecho a vivir.
¿Qué historiador o científico social hubiese podido prever, contemplando a un niño hebreo e indefenso, arropado en un pesebre, que de él saldría una fuerza capaz de desafiar las que empujan al hombre a ser lobo para los demás hombres?
El mensaje unificador y conciliador del cristianismo siempre ha navegado contra corriente. Más aun en el siglo XX, el siglo de las dos guerras mundiales y de las ideologías mortíferas que predicaban divisiones irreconciliables y llamaban a un grupo a destruir al otro. El marxismo leninismo (comunismo) exaltaba la guerra entre las clases sociales; el proletariado debía aniquilar la burguesía. El nacional socialismo (nazismo) exaltaba la guerra entre las razas; los arios debían someter a las inferiores y aniquilar a los judíos.
Dichas ideologías movilizaron inmensos ejércitos y sacrificaron a millones. Hoy yacen en el cementerio de la historia. Pero el niño de Belén, sin armas o amenazas, continúa sonriendo desde su cuna y señalando que existe otro camino.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.
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