En menos de una semana, Juan Carlos Ramírez pasó de ser una leyenda en construcción, a un muchacho sin pretensiones grandiosas, sometido a una presión que se le hizo insuperable.
Ocurrió en junio del 2013, cuando tras debutar con tres ponches ante tres artilleros de los Mets, aún fue capaz de emitir destellos del brillo que se le presumía, pero luego se cayó bruscamente.
Ramírez colgó un cero a los Mets. Luego dos más ante San Diego y sacó par de outs frente a los Dodgers, mientras vivía un sueño que parecía demasiado bueno para ser verdad. Pero lo era.
Durante ese lapso, Juan Carlos fue tan duro y controlado como ese que vimos en la Liga Profesional con el Bóer. Piedra pura, pero con precisión. Sin embargo, luego vendría la pesadilla.
Luego de esos 3.1 innings de cuatro ponches, sin hits y sin boletos, J.C. se desajustó y llegaron las bases por bolas. Y luego fueron bases y hits, y hasta jonrones, como el de Chris Johnson, de Atlanta.
Desde entonces, Ramírez ha batallado para juntar el poder de su recta con el control en sus disparos, mal que le ha perseguido desde sus inicios en la colonia 14 de Septiembre y en las Ligas Menores.
Después de ocho campañas en las sucursales del big show, Juan Carlos acumula 50-56 y 4.23, con 682 ponches en 853.1 innings, pero ha obsequiado 340 bases.
Ramírez puede pasar de siete ponches por juego, pero llega a cuatro boletos. En su estadía con los Filis en 2013, ponchó a 16, pero regaló 15 bases en 24 innings de labor.
Sin embargo, en 2014 y lo que va de este año se ha visto su mejor versión. En Puerto Rico (AAA) ponchó a 16 en 15.1 innings y solo dio tres bases, para una relación de 5.3 abanicados por boleto.
Ramírez tiene recta de Grandes Ligas, pero en ese nivel no se sobrevive solo a base de poder. Su slider es un buen envío, pero necesita afinar su cambio y a la vez su control, para imponerse allá, que es donde importa.
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