Diego Raudez era un pícher sólido en situaciones duras, pero mostraba clase cuando era exigido. En 1986, atrapó las únicas tres victorias de la Selección Nacional en los Juegos Centroamericanos y del Caribe en Dominicana.
A nivel local, su máxima elevación la logró en 1983, cuando además de cerrar con 18-9 y 2.28, estableció el récord de 220 ponches en 237 innings. Al colgar su carabina, había ganado 120 juegos y “fusilado” a 1,121 bateadores en su carrera.
Diego (q. e. p .d.) era además un tipo polémico, pintoresco y retador. En una ocasión incluso, fue expulsado de la Selección por razones de índole disciplinaria. Pero siempre era un show al lanzar y al hablar.
En una ocasión allá por 1998, ya retirado del beisbol, me preguntó sobre los mejores lanzadores del país. Le di varios nombres. Se quedó pensando y al rato inquirió: “¿Y mi chavalo, no lo metés ahí? ¡Ahí debe estar!”, agregó imponiendo su opinión.
En realidad, Julio Raudez no estaba ahí. Al menos no, en aquel momento. A esas alturas, había acumulado 14-12 y 6.15, no en una campaña, sino en sus primeras cinco. Pero a partir de 1999, dio un giro, al acumular 15-5 y 4.43 con el San Fernando.
No fue una transformación instantánea, pero a la vez que evolucionaba en las Menores con los Gigantes, también crecía a nivel local. Y así se fue sosteniendo hasta convertirse en el mejor brazo del país y ahora, en uno de los mejores de la historia.
Quizá lo más curioso es que Diego no vio a este Julio más maduro, brillante en la Profesional con los Tigres y capaz de campañas de 14, 15, 17 y 15 triunfos, en cuatro de los últimos cinco años, hasta llegar a los 160 triunfos en su carrera, ahora muy notable.
Julio, al igual que Diego, ya dobló también la frontera de los mil ponches y va camino a convertirse en el máximo ganador en la historia del beisbol superior nica.
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