Fue un escándalo. Siendo ministro de Educación me tocó presidir un acto conmemorando a Darío, cuando al final la banda del Instituto Ramírez Goyena tocó Yo tengo fe , de Palito Ortega, canción utilizada en la campaña de Arnoldo Alemán. Indignados, los medios ligados al FSLN me acusaron de permitir política partidaria en las escuelas. Hoy, cuando veo en ellas banderas rojinegras, me pregunto cómo hubieran reaccionado si hubiésemos puesto entonces las rojas del partido liberal.
El doble estándar caracteriza nuestra cultura política: lo ilegal del otro deja de serlo si lo hago yo. Pero detrás existe algo mucho más grave: un creciente desprecio a la legalidad. El inspector general del Ejército, por ejemplo, justificó el uso de la bandera rojinegra en un acto de su institución alegando que era un “símbolo oficial del Gobierno de Nicaragua”. Penosa confesión de ignorancia o frivolidad, pues un alto oficial con instrucción universitaria, no puede ignorar que en ningún momento, decreto o ley alguna ha oficializado la bandera del Frente como símbolo patrio o del Gobierno. A menos, y allí está el problema, que crea que la voluntad de Ortega es fuente de derecho.
Si lo dicho por el inspector general hubiese provenido de un militante sandinista sin educación, podríamos entenderlo como descuido o ignorancia. Pero viniendo del instruido vocero de una institución llamada a defender la Constitución y venerar los símbolos patrios, es señal de que aún en los niveles supuestamente más institucionalizados la ley está dejando de ser un referente para encauzar las conductas, y que del Estado de derecho estamos pasando al Estado de hecho.
El principal responsable es Ortega. Puede argumentarse que ha manejado relativamente bien la economía, las relaciones con el sector privado, o el mantenimiento de la paz social. Pero sus aciertos han sido empañados por la desfachatez con que reiteradamente ha menospreciado la Constitución y las leyes. Los casos son de sobra conocidos. El uso de símbolos partidarios en actos y dependencias del Estado es solo uno de ellos. Los más recientes los cometió en su visita a la Celac, donde no solo nombró a su esposa como canciller en funciones, a dos hijos como asesores y a tres puertorriqueños como representantes de Nicaragua —todo en expresa violación de las leyes— sino que irrespetó los procedimientos de un foro internacional, cosechando las críticas de varios presidentes —incluso del izquierdista Correa—.
Quizás el pasado guerrillero de Ortega explica el escaso peso que le otorga a la ley. O los resabios de su ideología marxista, que le hacía —o hace— ver la ley como un artificio “burgués”, producto de intereses económicos pero carentes de valor intrínseco. O quizás sea arrogancia: la ley es vital para la convivencia civilizada —Dios guarde a un pueblo sin ley— pero limita, obliga, y reduce nuestra capacidad de movimientos. El arrogante detesta los límites. El hecho de hacer lo que me da la gana, sin rendir cuentas de nada ni a nadie, le da la sensación sabrosa, embriagadora, de poder absoluto.
Pero es una tentación muy dañina. Que el presidente irrespete continuamente la ley es profundamente deseducador. Transmite al pueblo el mensaje de que ley no es sagrada ni merece respeto. Y cuando esta convicción se generaliza se abren las puertas a la ley de la selva o de la injusticia. Pues cuando la ley no pesa lo único que vale es la fuerza o el poder.
Ortega hoy se siente seguro. Quizás busque dejar progreso. Pero si corroe, en lugar de fortalecer la legalidad, socavará profundamente la estabilidad del país exponiéndose a cosechar, tarde o temprano, amargura. Lo enseña la historia.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.
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