Esta semana hice unos trámites en la universidad donde estudié. Llevaba mi título en mano. Pasé por unas bancas para tomar un poco de aire y escapar del sol de verano cuando pasaron por mi lado varios jóvenes que me recordaron a mi yo de 17 años. La que dejó su casa y a su madre para poder tener una mejor educación superior y oportunidades laborales.
Se les notaba cierta inocencia en sus caras. “¿Me habré visto yo así?”, me pregunté al recordar cuando me perdía buscando las aulas de clase y no sabía qué rutas tomar para moverme en Managua. Fue difícil adaptarse a la vida de esta ciudad tan caótica.
Reviví mis tiempos de estudiante. En ese momento no pude evitar recordar el día en que dejé a mi madre diciéndome adiós en el muelle de Bluefields.
Ese día amaneció nublado, pero unos rayos de sol lograban colarse e iluminar esta ciudad caribeña. Estaba ansiosa por la nueva etapa que iniciaba, pero aún no lo asimilaba hasta que emprendí ese viaje.
Mientras la panga salía de la bahía a las 6:00 de la mañana rumbo al río Escondido, miraba a mamá despedirse de mí mientras se cubría con un suéter. Se volvió cada vez más pequeña, hasta que mis ojos ya no pudieron verla. En ese momento quise regresarme, dejar todo a un lado y vivir la vida que llevaba hasta un día antes, pero no era lo correcto.
Atrás quedaron las casas a la orilla de la bahía, las iglesias, los amigos y los recuerdos de mi niñez. A cambio, me recibían el verde de los árboles a la orilla del río y un paisaje salido de National Geographic.
En la capital, me esperaba un nuevo comienzo.
Con un nudo en la garganta, las lágrimas caían por mis mejillas heladas por el frío viento en el río y aferrada a un chaleco descolorido, con olor a agua salada y combustible, me mantuve con los ojos cerrados por buena parte del viaje hasta que llegamos al puerto.
Al bajar, tomé mis maletas y mientras caminaba me pregunté: “¿Qué es lo que me espera?”
Por los últimos dos años habíamos sido solo ella y yo. Antes éramos una familia completa, que como muchas se ven obligadas a separarse para tener una vida mejor.
Ese día la burbuja en la que vivía explotó.
Según la RAE, “abandonar la residencia habitual dentro del propio país, en busca de mejores medios de vida” es emigrar. Y aunque, estando en Nicaragua, no poder tener a mi familia reunida, como antes, me enojaba. ¿Por qué tuve que dejar mi casa, mi ciudad, mi familia, la vida que llevaba?
Años después vendría la respuesta por parte de un colega que dijo algo que me ha caído como anillo al dedo: “Por tu mejoría, hasta tu casa dejarías”. Tenía miedo de crecer, miedo de caer y salir herida en esta carrera a la que llamamos vida.
Era necesario vivir la situación para poder entenderla. Esas decisiones debían tomarse. Por aquel entonces, la carrera que quería estudiar no se impartía en las universidades costeñas.
Ese recuerdo me hizo analizar el camino que he tomado. Los pasos que he dado, los sacrificios hechos, las lágrimas derramadas, en fin, todo es parte de la vida misma.
Los jóvenes que vi pasar a mi lado apenas inician eligiendo qué piedras colocar en su andar por el mundo. Si pudiera ver a mi yo de 17 años, le diría que el día que dejé a mi madre en el muelle no fue en vano.
Ella ya no podía acompañarme en mi andar y sostener mi mano, porque yo tenía que aprender a caer y levantarme por mí misma.
Me levanté de la banca. Dejé atrás los recuerdos y las historias y seguí mi camino.
Las lágrimas de alegría y orgullo de mi madre el día de mi graduación se quedaron en mi corazón. Todo el sacrificio valió la pena.