No me sorprende que en febrero se haya honrado la memoria de Sandino, a quien se venera como símbolo de la soberanía. Pero me sorprende que en su página web el Ejército, en su recién 35 aniversario, haya exaltado a su lugarteniente Pedro Altamirano, “Pedrón”, como “hombre de principios morales y patrióticos de dignidad y honradez demostrada” y diga que “su ejemplo de lucha perdura en Nicaragua y en especial en el Ejército de Nicaragua”.
El problema es que las figuras tenidas como héroes tienden a convertirse en modelos de conducta. Por eso hay que escoger cuidadosamente a quienes se quiere elevar a los altares de la patria. No basta que hayan mostrado mucha valentía. Deben además, como lo implica la definición de héroe, que sean personas virtuosas y éticas.
Venerar a alguien, por lo noble de su causa, sin reparar en los medios que usó, o en la inhumanidad de los mismos, es proclamar como justas las peores atrocidades si se cometen en aras de un buen ideal; es suprimir completamente la moral, pues esta exige tanto la licitud de los fines como la de los medios.
La evidencia histórica más seria y objetiva demuestra que la fama de Pedrón, como asesino despiadado, no es un invento de la oligarquía, como dijo en una ocasión Ortega, sino una realidad bien documentada, admitida por sus propios amigos y proclamada con orgullo por el mismo hechor.
Uno de sus crímenes más famosos fue cuando, por órdenes “del mando superior”, como el mismo confesara, asesinó a tres connotados activistas del partido liberal, entre ellos el doctor Juan Carlos Mendieta y Cayetano Castellón. Sus delitos habían sido hacer propaganda electoral a favor de Moncada. Sandino había advertido que quien la hiciera “era un traidor y debía morir”. La indignación del hecho fue tanta que incluso su padre Gregorio lo criticó.
Otro asesinato que adquirió notoriedad fue el del pastor moravo de origen alemán, Karl Bregenzer, en Musawas. A diferencia de su familia, que huyó al aproximarse los sandinistas, el pastor los enfrentó “Biblia en la mano”. Pedrón, pensando que era norteamericano no pudo menos, como le confesó en una carta a Sandino, que “mandar a separar la cabeza del cuerpo”, añadiendo: “Todo lo útil para nuestro ejército ordenamos que se trajera, y quemamos la casa que era propiedad de ese cabrón”. (Wûnderich, p287).
La crueldad de Pedrón era igual o peor a la exhibida por los terroristas del Estado Islámico. Su método preferido de ejecución era la decapitación, así como diversos cortes con machete en diferentes partes del cuerpo: el corte de chaleco, de bloomer, de comal, de corbata, de aviador y de puro; métodos imposibles de describir sin producir repelo y horror. Refiere Abelardo Cuadra, en su Hombre del Caribe , que Pedrón adquirió el apodo de “el sastre” “por la forma de ensañarse con el cuerpo de las víctimas”. Centenares de campesinos perecieron en sus manos. Incontables familias fueron víctimas de sus extorsiones y amenazas. Quienes no cooperaban podían esperar la muerte o la destrucción de sus propiedades. Nietos de las víctimas todavía pululan por Nicaragua y dan testimonio de lo anterior.
Antes de exaltar a personas como él, debemos preguntarnos: ¿qué clase de valores se quieren inculcar en las mentes y corazones de los jóvenes nicaragüenses? ¿Valores como la violencia, la muerte y el robo, en defensa de la dignidad nacional?
¿No sería mejor aprender de nuestros héroes cívicos, que los hay, y promover valores como el respeto a la vida, la tolerancia, la observancia de los derechos humanos, el perdón y la paz?
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.
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