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Padre Odorico camino a la santidad

Uno se entera que algo especial pasó en este pueblo taciturno cuando muchas personas lloran ante la mínima invocación de un nombre omnipresente. Su imagen, su nombre, su recuerdo y su leyenda yacen impresos en altares, murales, estatuas, rótulos, mantas, estampillas y sobre todo, en los recuerdos colectivos. No hay superficie ni hogar en San Rafael del Norte que no lleve una huella que invoque la historia del padre Odorico D’Andrea.

Uno se entera que algo especial pasó en este pueblo taciturno cuando muchas personas lloran ante la mínima invocación de un nombre omnipresente. Su imagen, su nombre, su recuerdo y su leyenda yacen impresos en altares, murales, estatuas, rótulos, mantas, estampillas y sobre todo, en los recuerdos colectivos. No hay superficie ni hogar en San Rafael del Norte que no lleve una huella que invoque la historia del padre Odorico D’Andrea.

Que salvó muchas vidas, que hizo incontables milagros, que cambió hasta la forma de saludar de varias generaciones; que llevó el progreso a los confines lodosos de San Rafael del Norte, que ofreció su vida por la de otros condenados a muerte y que logró el milagro de la reconciliación en una misa memorable en la que enemigos armados y en guerra pusieron un momento los fusiles para desearse la paz.

En el templete Divina Providencia, un pequeño recinto en lo alto de un terreno abierto y explanado, rodeado de una fabulosa vista de cerros verdes, hay mucha actividad laboral, pintores, electricistas, obreros de la construcción, ruidos y movimientos de tractores, carpinteros…

Fama de santidad

“El padre Odorico gozó de fama de santidad ya en vida. Y tras su muerte, esta percepción se fue fortaleciendo hasta alcanzar los confines del país y salir luego de las fronteras”, dice fray Damián Muratori, párroco de San Rafael del Norte, miembro de la misma orden de los franciscanos a la que perteneció Odorico D’Andrea, el legendario y venerado líder religioso.

Fray Damián, hábito marrón y sandalias peregrinas de cuero curtido, está ahora a cargo de la iglesia y obra que por 36 años construyó el padre Odorico. Con un español italianizado, se admite con humildad como un seguidor de la obra de su antiguo mentor: “No soy ni la sombra de ese santo”, dice cuando se le pregunta cómo se siente ser el sustituto de una figura tan inmensa en ese pueblo.

Italiano, al igual que Odorico, fray Damián es un hombre de muchas idas y vueltas, de poco descansar y mucha energía. Anda apurado con la organización de la celebración del aniversario 25 de la muerte del padre Odorico D’Andrea y con las actividades propias de su misión, de modo que del templete Divina Providencia, en el que instruye dónde debe ponerse cada cosa, parte apresurado para celebrar una boda, al cabo de la cual, aun con el atuendo de gala de la misa, regresa al campo donde se ha de rendir tributo, este 22 de marzo, al padre Odorico D’Andrea.

En esa fecha, 22 de marzo, pero de 1990, el religioso murió de un problema cardíaco y dio inició a su fama de santo.

Sus obras, dice fray Damián, fueron gigantes en muchos planos: en lo religioso sus méritos de ministerio sacerdotal fueron la celebración de la eucaristía, la administración del sacramento de la reconciliación, la celebración de las fiestas litúrgicas, el cultivo de la adoración al Santísimo, el incentivo de respeto por los santos, la familia y los símbolos religiosos.

En el plano pastoral, dice fray Damián, el padre Odorico D’Andrea impulsó el progreso material del pueblo y sus comunidades. “Incontables fueron sus obras de progreso, escuelas, salud, educación, cultura, templos y capillas, calles, caminos, pozos, huertos, libros, puentes, barrios, alimentos, energía (…)”.

Pero donde más caló hondo la imagen de santidad de este religioso italiano, quien nunca pudo dominar del todo el “español campesino” de San Rafael del Norte, fue en el plano social: “Fue consejero matrimonial, asistente humanitario, solidario con los pobres, con las viudas, con los heridos, fue mediador de conflictos, asistente de víctimas, formador de principios morales, hizo de médico y sobre todo, fue una voz de esperanza en medio de la guerra que azotaba al país por aquellos años”.

“Yo conocí al padre”

El profesor Alberto Rivera Monzón lo recuerda con claridad. El padre tenía 37 años y él apenas 9 cuando se metió a monaguillo; luego fue miembro del consejo eclesiástico y después amigo hasta la muerte del sacerdote.

“Su mayor legado, solía decir en un español italianizado, era enseñar a la gente que no se debe saludar al hombre de la sotana, que nada vale en la Tierra si no es bajo la misión divina del evangelio, sino al mismísimo Dios. He allí que su saludo era: alabado sea Dios”, explica.

Según su relato, por su ideología liberal lo iban a matar las guerrillas del Frente Sandinista en mayo de 1979 cuando atacaron el cuartel local de la Guardia Nacional; entonces el padre empezó a abogar por él para que no lo “ajusticiaran” y a la par de las oraciones y gestiones ocurrió una balacera en la que mataron a los guerrilleros y Rivera, junto con otros vecinos que habían sido sentenciados a muerte, terminaron vivos.

Dones de profeta

Al papel de salvador, a Odorico se le atribuyó también el don de la profecía, cuando la gente se acercaba a él con las angustias propias de la guerra.

“Padre, que mi hijo y mi marido hace tres meses se los llevaron los sandinistas y no he sabido nada de ellos. El padre se hincaba a orar sobre cualquier superficie que pisaran sus sandalias peregrinas, lodo, piedra o monte no importaba, luego se erguía y para dolor o alegría de los infortunados, dictaba sentencia: ‘Ore mucho por su hijo y enciéndale velas para encomendar su alma al Creador. Sea fuerte’. Es decir, su hijo ha muerto. Y en sentido contrario: ‘Ore mucho por él, no pierda la esperanza y agradezca a Dios el milagro de la vida’. Y se dice que los hijos o padres volvían al tiempo”, narra.

Rivera, quien al rememorar aquellas anécdotas llora a lágrima viva, detalla que el padre no era hombre de abrazos, palmadas o apretones de mano.

Su saludo era gestual, más una bendición episcopal trazada en forma de cruz en el aire que imponía respeto y distancia. Todo lo que en apariencia no tenía solución inmediata lo solucionaba con una frase: “La divina providencia proveerá”.

“No era hombre de gustos exquisitos, aunque viniendo de escuelas europeas, sabía de buenos vinos y platillos, de arte y cultura”, recuerda Rivera.

Entre la muerte y la vida

Otros relatos refuerzan el papel mediador del padre en tiempos de guerra.

Francisco Blandón, desmovilizado de la Resistencia Nicaragüense y miembro del comité organizador de las celebraciones en memoria del fraile, se desprende de las labores del templete y nos guía al santuario del Tepeyac, donde yace la tumba y los restos exhumados del religioso, ocultos dentro de un sarcófago en una capilla ardiente.

Blandón nos lleva ante una pintura plasmada en una pared donde se recrea una escena: el padre hincado con los brazos abiertos, ante una fila de guardias que apuntan sus rifles a una familia campesina que se refugia aterrorizada detrás del cuerpo voluminoso del fraile.

El episodio ocurrió un viernes lluvioso de mayo de 1979. Una familia local buscaba el cuerpo de su hijo guerrillero que había sido capturado por soldados de una patrulla de la Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería (EEBI) en un operativo antinsurgentes y llevado al cuartel de la Guardia Nacional, en los predios del actual campo de la Divina Providencia, a orillas del santuario del Tepeyac.

Al llegar al sitio y preguntar por su hijo, los guardias capturaron a la familia y se dispusieron a fusilarla por considerar que eran colaboradores del FSLN. Eran tiempos violentos y las sospechas se pagaban con sangre y fuego.

Alguien avisó al padre de la tragedia que se avecinaba y este llegó corriendo al cuartel, gritó que detuvieran el fusilamiento y se interpuso ante los guardias que apuntaban a la familia. Al ver que los soldados no bajaban sus armas, el padre se arrodilló frente a los fusiles y les habló: “Si van a disparar, métanme a mí el primer tiro”, les dijo.

Los soldados, confundidos, corrieron a avisar al jefe de la EEBI en el sitio y este, desde su barraca, ordenó que bajaran las armas, que respetaran al padre y liberaran a la familia, incluyendo el cuerpo del guerrillero.

Al finalizar la guerra, el padre dio una misa por los caídos en combate y mandó a construir una campana de bronce con los nombres inscritos de los guerrilleros muertos.

La campana se observa aún en el museo del Tepeyac, donde se exhiben documentos, objetos y las pocas ropas que el padre tenía al momento de su muerte el 22 de marzo de 1990: dos hábitos marrones remendados, descoloridas casullas sacerdotales de manufactura italiana, dos pares de viejas y toscas sandalias, sus crucifijos de plata, cíngulos, unos cordones de San Francisco, de cabuya y manila, estolas y fotos.

La misa de La Naranja

Más allá de este mural, a unos pocos metros, otro evento de igual catadura bíblica yace plasmada en otra pintura: la misa de La Naranja.

Cuenta Blandón que el municipio de San Rafael del Norte “era una herida vida”: “Toda su gente joven metida en la Contra y el pueblo tomado por el Ejército”.

Los combates en la zona eran encarnizados y aunque ya se hablaba de pláticas de paz en las altas esferas políticas, allá por 1988, en las montañas “el único lenguaje que se hablaba eran las balas”.

En ese contexto, como miembro de la Comisión de Paz, el padre organizó una misa en el Cerro de Agua, comunidad La Naranja, donde invitó a los jefes militares de ambas fuerzas a orar por la paz.

La tensión política en la zona era intensa y los campesinos huían del cerro ante el anuncio de una misa en la que los enemigos armados se verían cara a cara y de lo cual no se esperaba sino otro baño de sangre.

En la mañana lluviosa del 3 de mayo de 1988, en una capilla improvisada y a cielo abierto, el padre Odorico ofició la misa campal.

“Con la guerra, la muerte…”

Imelda Díaz, devota del padre y miembro del coro, desoyó las voces que le aconsejaban no oír y se subió a un camión militar que trasladó a La Naranja a los feligreses.

“Aquello hervía de hombres armados, enmochilados, nerviosos, con las caras largas… Yo me acerqué a uno de ellos y le pregunté calladita: ¿Quiénes son los Contras y quiénes los Cachorros? Y él me dice: ‘Fijate en los uniformes, mochilas y armas’. Los Contras estaban a un lado y los sandinistas al otro, a menos de cien metros los dos, ninguno quería acercarse a la misa (…)”.

Cuando el padre inició los oficios, los llamó a sentarse separados: los Contras a su derecha y los sandinistas a su izquierda. Todos en silencio escucharon la homilía sobre la paz: “Todo lo destruye la guerra, todo lo salva la paz. Con la guerra, la muerte; con la paz, el bienestar de todos”.

Luego, el padre bajó del altar central y se fue directo adonde estaban los militares de la primera fila de bancas, a los primeros dos los tomó de las manos y se las extendió hasta que uno con otro se saludaron. “Ahora se dan la paz”, les dijo. Y los militares, dudando al inicio, se dieron las manos y se desearon la paz: “La paz sea con vosotros, hermanos”.

Luego los demás armados, menos tensos que al inicio, siguieron el ritual y llegó un momento en que era una abrazadera entre todos, algunos pusieron el fusil y la mochila y se abrazaron. Hubo llantos, saludos y despedidas. Luego todos en orden y en paz se fueron cada quien para sus cerros con sus armas en las manos, cuenta emocionada Imelda.

Semaforos inteligentes
Pastor en tiempos de guerra

Defender a guerrilleros, luego a Contras, a soldados, a familias y demás víctimas de la guerra siempre le generó animadversión de los sectores políticos que se radicaron en la zona.

En su diario de obras, el padre narró de su puño y letra que en 1959 el comandante local de la GN, totalmente ebrio, llegó a buscarlo a la casa cural para matarlo porque pensaba que al enseñar a leer a los campesinos y enseñarles oficio, estaba atentando contra la autoridad de la familia Somoza; el padre D’Andrea no estaba, pero recibió el mensaje: “Díganle que cuando venga lo mato”.

El pueblo se alzó con machetes y rifles de cacería para buscar al militar, quien se escondió. La noticia llegó hasta las autoridades militares de Jinotega y al bravucón lo retiraron para siempre del sitio.

En los años ochenta, en plena guerra, la Seguridad del Estado y los Comités de Defensa Sandinista (CDS) local perseguían y espiaban las vueltas del padre porque consideraban que escondía a desertores y jóvenes que huían del Servicio Militar Obligatorio, rumor que todos en el pueblo dicen, era cierto.

En 1985 el padre iba a dejar medicinas a una comunidad cuando una mujer, Jacinta Herrera de Montenegro, le imploró que le ayudara: “Van a matar a mi hijo los milicianos”.

El hombre se llamaba Ernesto Montenegro Herrera, lo tenían amarrado con un palo, como Cristo crucificado, en calzoncillo, rodeado e interrogado por ocho milicianos armados con fusiles AK.

Al llegar el padre gritó que pararan todo, que le entregaran al hombre, que era miembro del Consejo Parroquial.

Los milicianos le dijeron que era orden del jefe de la unidad militar, entonces el padre pidió que lo mandaran a llamar. El hombre llegó y saludó al padre: “alabado sea Dios. Así sea”, le respondió y de inmediato reclamó:

—¿Cómo van a matar a un hermano? Que esas ráfagas sean para mí, le ofrezco mi vida por la de este inocente—, gritó.

—Padre, este jodido está denunciado como “correo” de la Contra —dijo el jefe.

—Nada de eso, es un miembro de la parroquia, suéltelo y amárreme a mí —ripostó el padre.

El jefe militar dudó, pero luego dio la orden: “Suelten al reo por orden del padre Odorico”.

Claro que esas acciones le valieron la enemistad y rencor de los militares, pero su autoridad trascendió tanto que desde Managua le llegó en 1987 un salvoconducto firmado de puño y letra por el presidente Daniel Ortega, con fecha del 26 de septiembre de 1987, en el que lo autorizaba como miembro de la Comisión de Paz, a movilizarse a las comunidades en los escenarios de guerra para auxiliar a las familias y los soldados de ambos bandos.

No fue el primer gesto de reconocimiento de un presidente de Nicaragua para con el fraile. En 1956 Anastasio Somoza García llegó a visitarlo, miró que estaba reparando la iglesia y le dijo: “Le está quedando bonita, le voy a donar quinientos pesitos para la arena”. Entregó el donativo y se fue. El padre le dio la bendición y lo miró alejarse bajo una tarde de nubarrones negros. “Hay que orar por su alma”, dijo, y a los pocos meses, Rigoberto López Pérez estaba matando a Somoza.

Luego los dos hijos y posteriores presidentes del viejo Somoza, Luis y Anastasio Somoza Debayle, llegaron a verlo y darle algún tipo de ayuda humanitaria, que el padre recibió, agradeció y distribuyó entre sus feligreses.

En 1964 también lo llegó a visitar el candidato presidencial René Schick, quien donó doscientas láminas de zinc y una “libre” para introducir un camión para llevar víveres y ayuda humanitaria al campo.

Y muchos años después, el propio presidente Ortega lo visitó en agosto de 1989, durante la campaña electoral prevista para los comicios de 1990. Le otorgó la medalla Décimo Aniversario de la Revolución por méritos humanitarios y la lucha por la paz.

Para entonces, ya el padre estaba muy enfermo y cansado. Tenía 74 años y los años de duro trabajo, la mala alimentación y la falta de cuido médico habían hecho mella en su fortaleza física.

Imelda Díaz recuerda que no era muy dado a las grandes comilonas. Era más bien frugal y un poco descuidado con su alimentación: ensaladas, caldos criollos, frutas y granos cocidos eran su dieta favorita cuando tenía que escoger un menú, pero tampoco demostraba desprecio a los platos locales que le ofrecían a montones por donde pasaba, sino que los repartía por igual entre quienes le rodeaban.

Muerte en el convento

El 20 de marzo de 1990, durante el viacrucis que se realizaba en el Tepeyac por motivos de las fiestas de Semana Santa, el padre Odorico D’Andrea fue víctima de un fuerte dolor en el pecho que casi lo tumba.

Eran dolores, dice ahora el profesor Rivera, que lo venían aquejando desde meses atrás, pero que él se los guardaba en silencio y no los compartía con nadie.

Casi obligado por el señor Alfonso Valdez y otros amigos, como don René Alfonso Blandón, el padre a regañadientes aceptó ser llevado de urgencia a Matagalpa.

Antes de partir dio una vuelta por el pueblo y pidió que detuvieran el vehículo por el parque, bendijo a la gente que llegó a desearle buena suerte y lanzó un beso a la iglesia que construyó.

En Matagalpa le vio un cardiólogo, quien sugirió cuidados extremos mientras le hacían exámenes médicos para analizar si lo trasladaban a Managua.

El sacerdote fue llevado al convento del Templo San José, precisamente donde durmió su primera noche en Nicaragua y en el cual, a las 12:05 del mediodía de 1990, murió por un bloqueo completo de la aurícula izquierda.

Camino a la santidad

Los vientos fríos y las lluvias grises de los cerros, comunes por aquellos años en todos los meses, se sintieron más lúgubres que nunca. “Era como si el cielo y las montañas lloraran por el padre”, recuerda.

Luego del estupor, del miedo a perder quizás al único garante de la paz en la zona, se incendió el dolor colectivo: miles de campesinos de todos los cerros y montes aledaños, de peregrinos de Matagalpa, Jinotega, de Estelí, de todo el país, llegaban en mulas, caballos, camionetas, camiones, buses, bicicletas.

“No ha habido una concentración de vehículos y gente más grande que esa en la historia del pueblo”, asegura con tristeza Rivera.

Fray Damián fue uno de los impulsores de la canonización del padre Odorico, que inició formalmente en 1995.

Ahora, refiere, debe demostrar su santidad ante el Tribunal y la Comisión Histórica para lograr su canonización, un proceso que lleva su tiempo: “Nosotros no esperamos que sea hoy o mañana, pueden ser cien años, pero para este pueblo él ya es un santo y su sola invocación, para miles de creyentes con fe que se postran cada año ante su féretro, ya es una esperanza de milagro”.

Carne incorrupta

En la capilla del Tepeyac yace el féretro del padre franciscano desde que fue exhumado en octubre de 2006 por un tribunal eclesiástico integrado por la Fraternidad Franciscana, el médico forense Andrés Altamirano y el patólogo y antropólogo Oscar Bravo, quienes realizan la exhumación, reconocimiento y pruebas científicas del estado del cuerpo.

La sorpresa les esperaba: 16 años después el cadáver no era huesos ni putrefacción. Estaba en un estado de conservación cadavérica o saponificación adipócira, que significa que la grasa corporal se convirtió en jabón y lo conservó intacto del deterioro natural de la carne.

La noticia contribuyó a la leyenda: el padre estaba intacto. Luego de su exhumación fue cambiado de féretro y llevado a la capilla ardiente del Tepeyac.

Ahora velas y flores inundan la estancia silenciosa y mujeres se arrodillan ante el ataúd que contiene sus restos incorruptos. Algunos solo se quedan de pie y oran con una mano extendida sobre el sarcófago para luego persignarse antes de ir y ceder su espacio a los que afuera hacen fila para ingresar.

Sobre el lomo de la caja, hay cartas, fotos y objetos. Cartas pidiendo por la salud de alguien, por el destino de un familiar: “Ayuda a mi hijo, padre mío, a llegar con vida a Costa Rica y que nada me le pase en el camino. Yo te oraré eternamente hasta que la vida se me vaya. Alabado sea Dios”.

Días de campanas rotas

Ana Consuelo Blandón tenía 14 años y no recuerda desde entonces un repique de campanas tan intenso como el de aquel día: “Hasta se rompieron las campanas de tanto repicar”, dice.

Ella es directora de la no gubernamental Fundación Odorico D’Andrea, una institución de la sociedad civil que procura impulsar proyectos sociales similares a los que impulsó el venerado religioso: “Es que su principal legado social es haber asumido como esfuerzo propio y de su iglesia el progreso, la caridad social y humanitaria, cosas que le correspondían por ley al Estado, que por aquellos años estaba ausente y apenas representado por las guarniciones militares”.

El 23 de marzo se realizó el traslado solemne de sus restos de Matagalpa a San Rafael del Norte. Al igual que cuando estaba vivo y volvía de sus viajes a Italia, miles de fieles llegaron a recibir sus restos a la entrada del pueblo y le rindieron un ininterrumpido homenaje que se extendió hasta la mañana del lunes 26 de marzo, cuando se realizó el funeral más concurrido del que San Rafael del Norte tenga memoria.

Cuando murió, la guerra aún sin finalizar y miles de los hombres del pueblo enmontañados y mortalmente divididos en Contras y Compas, una sensación de orfandad colectiva se apoderó del pueblo y sus alrededores, dice el profesor Alberto Rivera.

La Prensa Domingo padre Odorico Santo archivo

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COMENTARIOS

  1. Hace 9 años

    UN SANTO QUE NOS SIGUE BENDICIENDO

  2. ROGER FLORES
    Hace 9 años

    NO DUDO DE QUE YA ES UN SANTO, A ESTAS ALTURAS GOZA DE CONOCER EL DIVINO ROSTRO DEW JESUSCRITO…….ALABADO SEA DIOS……ALABADO SEA…

  3. Ana Consuelo Blandón.
    Hace 9 años

    Muchas Gracias José Adán Silva por visitarnos y por recoger en tan maravillosas líneas los sentimientos de los sanrafaelinos en torno al Siervo de Dios Odorico D´Andrea. El reportaje está muy completo y recoge con gran sensibilidad la vida y obra de este gran hombre, seguidor de Francisco de Asís; no obstante hay tanto que decir del Padre Odorico. Les esperamos en año próximo en que celebraremos el Centenario del natalicio de nuestro querido Padre Odorico. Nuevamente Gracias.

  4. Nicoya
    Hace 9 años

    Cuando vaya a Nicaragua, tengo que visitar su lecho.

  5. Alabado Sea Dios
    Hace 9 años

    Recuerdos muy bonitos hay en mi mente del Padre Odorico. Uno que no se menciona es que en las mananas de los domingos y dias de fiesta, solia inundar al pueblo con musica clasica. Los pinares se mecian con las notas musicales de la Serenata de Schuber que el viento se encargaba de esparcir por cerros y quebradas. Habia en esos momentos: paz, silencio,quietud; mientras la gente se apresuraba como llevada tambien por aquella bella musica a las misas de esos dias.

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