Daniel Ortega ha hecho bastante para desacreditar las elecciones y quitarle importancia a la participación electoral de los ciudadanos democráticos e independientes.
Hasta el año 2006, las elecciones fueron confiables en términos generales. Desde las de 1990, que fueron históricas porque permitieron poner fin a una dictadura revolucionaria de orientación marxista-leninista y abrir el camino a la democracia, hasta las de 2006 cuando Daniel Ortega logró recuperar el poder, los ciudadanos votaron confiando en que sus votos decidían los resultados.
Pero ya no es así, porque Ortega no acepta la regla democrática de que las elecciones son para cambiar al gobernante, aunque su partido siga en el poder si así lo deciden los votantes. Por eso Ortega se adueñó de todas las instituciones del Estado, incluyendo al poder electoral, al que corrompió y convirtió en una maquinaria de hacer fraudes para perpetuarse en el poder.
De manera que a estas alturas, cuando se cumplieron apenas 25 años de aquellas elecciones de febrero de 1990 que cambiaron el rumbo de la historia de Nicaragua, votar se ha convertido en un acto que solo pensarlo provoca repugnancia a muchos nicaragüenses.
Sin embargo no hay en Nicaragua —y está bien que no la haya— ninguna posibilidad de cambiar el gobierno por medio de una lucha armada. Aunque mucho se hable de que al cerrar la salida electoral Daniel Ortega está abriendo el camino de la violencia armada —como aconteció siempre en la historia política de Nicaragua y lo practicó eficazmente el mismo Daniel Ortega con el Frente Sandinista—, la verdad es que en las nuevas circunstancias históricas, ni las condiciones internas del país ni las del entorno internacional favorecen la repetición de esa experiencia dolorosa e indeseable.
Tampoco se ve en el horizonte político del país la posibilidad de que en el corto plazo se pueda deponer al régimen autoritario orteguista y recuperar la democracia real, por medio de grandes movilizaciones de masas, de una rebelión pacífica de los ciudadanos, de una huelga general que ponga en jaque a Daniel Ortega y lo obligue a entregar el poder a las fuerzas democráticas.
No solo en Nicaragua, en todas partes de América Latina, la modalidad factible y aceptable para cambiar gobierno es el voto popular. Y si el instrumento electoral, por su putrefacción institucional, política y moral es inservible para garantizar elecciones libres, limpias y competitivas, lo que corresponde hacer es luchar por el cambio o la depuración de ese aparato eleccionario, aunque esta lucha pueda parecer muy difícil e incluso ineficaz.
Los expertos en elecciones dicen que cuando la votación popular es abrumadoramente mayoritaria a favor de una determinada opción partidista y personal, el fraude electoral se vuelve prácticamente imposible. Tendría que ser muy descarado y para imponerlo habría que reprimir brutalmente a la población.
Es posible que así sea. Pero de todas maneras, los demócratas no deben ayudarle a Daniel Ortega a desacreditar más el voto y el acto de votar, que en algún momento —si no en 2016 con toda certeza más adelante— podrá ser nuevamente eficaz. No se debe escupir la comida que en algún momento se tendrá que comer.
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