“Vení ve Carlitos, ¿cuánto es 6 por 2?”, pregunta la mujer que está sentada en una mecedora abuelita, con un cuaderno sobre las piernas mientras empuña un lápiz de grafito en la mano derecha.
“12”, contesta el niño que está sentado a su lado, con la vista clavada en las operaciones matemáticas que ha dibujado mal en su cuaderno y que la profesora Cándida Jerez Morán intenta corregir.
Alrededor de ellos habrá una media docena de niños. Algunos escriben en sus cuadernos, otros se intercambian cuadernos y hacen como si se apoyaran con las tareas mientras hablan como loras.
La maestra está pendiente de las multiplicaciones de Carlitos, pero también de las oraciones que garabatea en el cuaderno un alumno de primer grado.
“A-mo -a- mi- ma-má”, dice el niño, que empieza a leer.
“¿Y qué es la habladera que se tienen ustedes? Cada quien está haciendo lo suyo”, ordena Cándida, una docente jubilada que trabajó 29 años para el magisterio.
Más allá en otra mesa, cuatro adolescentes fingen concentración en sus cuadernos, pero por momentos arman un barullo. La profesora de vez en cuando los vuelve a ver y les pregunta que “¿cómo van?” o llama a alguno para revisar el grado de avance de las tareas.
Desde las 1:30 p.m. la casa de la profesora Cándida Jerez, en el barrio Loma Linda, se convierte en el aula multigrado de una escuela primaria.
Jerez dice que unos 28 niños la visitan de lunes a viernes para que ella les ayude a cumplir con las tareas que les dejan en la escuela. “Yo les ayudo a reforzar sus tareas”, dice la profesora Cándida con modestia. Esta mujer, que estudió pedagogía y trabajó como evaluadora psicosocial en Los Quinchos, hace mucho más por varios de estos niños: les enseña a leer y escribir, pero también las operaciones básicas de matemática.
Aún en grados avanzados de primaria, muchos niños llegan a ella, “crudos”. Tienen dificultades con la lecto-escritura y lo mismo con las operaciones matemáticas.
NECESIDAD DE APRENDER
Cándida iba por el barrio la vez que una madre de familia se le acercó y le dijo: “Démele clases al niño”. Ella venía cansada, exhausta a veces por sus jornadas docentes, pero le terminó diciendo que sí, que se lo llevara en la tarde.
Así fue como el frente de su casa, un corredor atiborrado de maceteras, coludos, artesanías y retratos familiares colgados en las paredes, se convirtieron en el decorado de un aula de clases en la que también se improvisan los pupitres. Una niña apoya sus libros y cuadernos en una vieja máquina de coser, otros ocupan una mesa de troncos y en el centro del corredor está Cándida con otros niños apoyando sus cuadernos encima de una sala de mesa manchada y desgastada.
Flanqueada por dos niños que deben cursar primer grado y sentada en una silla de madera de comedor, la profesora Cándida revisa cuadernos y corrige tareas sin perder el hilo de las distintas asignaciones. A pesar del calor y de la bulla, mantiene el control de todas las tareas.
“Más que todo tengo bastantes de primer grado. Son como nueve. Ahorita van despegando. Ya los tengo leyendo. Una alumna ya va por la zeta”, aclara la profesora mientras hace una pausa con los alumnos que la rodean.
VAN Y VIENEN
Antes de las 4:00 de la tarde, 16 niños han entrado y salido por el portón de su casa. En ese lapso, su hija abogada le ayudó con las tareas de algunos niños, luego salió a buscar a sus dos hijos que salían de preescolar y regresó.
Algunas mamás llegan a buscar a sus hijos, otras a dejarlos, aprovechan para preguntar cómo van, si le hacen caso.
La cantidad de niños no asusta a la profesora Cándida. Recuerda que en su época de educadora llegó a atender grupos de hasta sesenta niños.
“Para mí no había recreos”, dice esbozando una sonrisa esta mujer que formó a cuatro hijos, y ahora, en medio de sus clases cuida a tres nietos. Por momentos, su marido, un contador jubilado, la mira y no se resigna a que ella después de jubilada siga trabajando tanto. “Yo le dije que descansara”, comenta Edgar Lovo, el esposo. Él mismo, a veces, le ayuda con alumnos de primer año de secundaria.
“Es bonito ver el proceso de que te llegan sin nada y ver que se van leyendo”, dice la profesora Cándida sin dejar de sonreír.
“Donde voy pasando me van diciendo ‘profe, agárreme a o viene’ (este chavalo). Estoy acostumbrada a trabajar en aulas hasta con sesenta chavalos. Mi vocación es enseñar”.
Cándida Jerez Morán, docente.28 niños del barrio Loma Linda recibe en su casa la profesora jubilada Cándida Rosa Jerez Morán. Los papás valoran que “saca” a los niños leyendo y también sabiendo las tablas de multiplicar.
NO ES POR DINERO
Por reforzar a los niños con sus tareas, la profesora Cándida Jerez Morán cobra entre cincuenta y sesenta córdobas semanales. Dice que es algo simbólico, que lo hace, más que todo, por ayudar a los padres de familia. Su “reforzamiento” extraescolar tiene mucha demanda. Por donde pasa en el barrio (Loma Linda) le salen papás que le piden que acepte a sus hijos. Sin embargo, le toca rechazar niños porque no tiene suficiente espacio para atenderlos a todos, además, cree que la calidad no sería igual. La educadora jubilada, de 61 años, dice que si no estuviera dando clases pasaría muy aburrida en su casa. Aunque la mayoría de los niños la visitan de lunes a viernes, recibe a uno los sábados.
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