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Villanueva

La ruta más directa de El Sauce a Villanueva, era la línea recta que unía a las dos poblaciones a través del tendido telegráfico. Subiendo y bajando cerros o lomas difíciles, existían los guardalíneas del telégrafo que las mantenían limpias para poder reparar los alambres cuando estos caían por vientos o travesuras de animales.

La ruta más directa de El Sauce a Villanueva, era la línea recta que unía a las dos poblaciones a través del tendido telegráfico. Subiendo y bajando cerros o lomas difíciles, existían los guardalíneas del telégrafo que las mantenían limpias para poder reparar los alambres cuando estos caían por vientos o travesuras de animales.

Esa vía es la que tomamos un día en que mi padre decidió que yo conociera los minerales de la familia. Un camino estrecho que tanto a bestias como los humanos, nos llevó de El Sauce a nuestro destino final. Salimos a las tres de la mañana.

Alumbrados por lámparas de baterías, mi padre con un asistente, un señor al que mi papá le llamaba guía y yo, conformando así, no los cuatro Jinetes del Apocalipsis, los cuatro componentes que según mis iniciales, impresas en mi montura —RFS— significaban muy imaginativamente la Real Fuerza Sideral.

Estaba enamorado de los astros, Elías descendiendo del espacio aéreo en su carro de fuego, de la estrella de Belén y de las películas de Flash Gordon en Marte.

Esa madrugada salimos con la luna para recibir de tenues a rigurosos los rayos del sol. Cuando fue aclarando, la vista era maravillosa. Sobre la línea telegráfica, jugaban alborozados preciosos Guardabarrancos, entonces no habían sido reconocidos como el ave nacional, cantaban a la vida y a la luz, volaban y se volvían a colocar en los alambres, mientras cenzontles, les hacían el coro en las copas de altos árboles y los zanates brincaban sobre jícaros sabaneros.

La vegetación era impresionante, distintos animales aparecieron durante la travesía, desde culebras hasta tigrillos que saltaban asustados huyendo. El guía sonaba una lata y el concierto se alegraba pitando un cacho de buey.

Todo era bello y el cansancio aunque afloraba, se disimulaba con el espectáculo de la naturaleza. A eso de las dos de la tarde un río maravilloso, ancho muy ancho, de aguas verdes y fuerte corriente, se abría a nuestros ojos, era el Río Villanueva, con un caudal muy diferente al de ahora. Teníamos que cruzarlo y para hacerlo, subimos por la vega río arriba unas tres cuadras, ahí el guía dijo: este es el paso. Desmontamos y nos indicó que nos tomáramos fuerte de la cabeza de la montura, con el cuerpo también, río arriba y que no nos preocupáramos mucho porque los caballos nadaban muy bien y estaban acostumbrados a cruzar ríos.

Así fue, al cruzar el río salimos hacia abajo como trescientos metros que luego repusimos en la otra orilla.

Ya estábamos llegando a Villanueva. Era un pueblito sin grandes pretensiones, en ese momento nuestro destino inmediato era la casa de don Miguel Aguilera. Dueño de todo, de la Hacienda San Pablo, del Mesón que nos trasladaba al siglo XVI, envidiable joya que pudo ser descrita por Cervantes. Ahí aún estaba la colonia.

Una cocina inmensa alimentada con leña y atizada por cocineros y ayudantes, doce mesas de madera de caoba y a cada lado de ellas, una banca para ocho personas que sentaban fácilmente a casi doscientas personas, en un salón inmenso cuyos corredores daban a la cocina y al patio donde desmontábamos las bestias y estas iban a aguar y a alimentarse.

Al frente del mesón una acera alta y una calle de polvo bien cuidada. Vigas salientes de factura española y unas grandes ruedas que portaban candelabros, colgaban desde el techo y grandes y redondas candelas, sin duda alumbraban las noches del mesón.

Don Miguel era un personaje de novelas. Tenía siembras, mucho ganado y en su hacienda estaban las pertenencias mineras denunciadas a favor de mi bisabuelo, su hijo Miguelito a quien cariñosamente, años después, llamábamos: pata de lora en tierra caliente. Internos en Diriamba, se hizo mi amigo inmediatamente, vestía y calzaba como yo, todos con botas altas, solo mi padre caminaba con botas federicas.

La comida fabulosa, carne de primera asada en el fogón y una buena ración de moros y cristianos, pues el gallo pinto se llamaba diferente, un chilero bien hecho y pan de bolillos españoles. Otros comensales pedían tortillas, tiste y güirilas. Nosotros bebimos mamonada y comimos rosquillas con queso tostaditas y sabrosas.

La gira tenía que continuar, con bestias refrescadas tomamos camino a Mina de Agua, llegamos al caer el sol. Una tijerita de lona, portátil y una almohada de borra que levanté al llegar al dormitorio, me causo pánico, plácidamente entre la camita y la almohada dormía una víbora cascabel, mi padre llamó al guía quien terminó con el ofidio en menos que canta un gallo, manejando con destreza una vara de madera delgada que chillaba en el aire.

Mi viaje a los minerales culminó con el conocimiento de las vetas auríferas, Colón y La Leona, entre otras, que fueron descubiertas por mi bisabuelo Elías Pastora Gurdián y terminaron en manos de Donald Spencer, un aventurero norteamericano que protegido por el gobierno de Somoza con artimañas legales, nos robó la propiedad y las ilusiones de una mina. Así terminó la aventura, así fue la cosa.

Cultura Villanueva archivo

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