En Panamá se acaba de concluir la Séptima Cumbre de las Américas, la más reciente en una serie de reuniones hemisféricas que inició en Miami hace un cuarto de siglo con un doble propósito: fortalecer la democracia en el hemisferio y promover crecimiento económico con equidad. A la primera Cumbre asistieron todos los países del hemisferio con excepción de Cuba que fue excluida porque su gobierno no cumplía con el único requisito establecido para pertenecer al “club” de la cumbre: gozar de un gobierno democrático.
La primera cumbre celebró la pacificación y democratización que vivía la región en ese entonces. El capítulo de cruentas guerras civiles se había cerrado en tres países centroamericanos —Nicaragua, El Salvador y Guatemala— y todo el istmo gozaba de democracias, aunque incipientes. Chile había vuelto al sendero de la democracia y luchas internas en Argentina y Uruguay también habían terminado y ambos países también tenían gobernantes democráticamente electos. El subcontinente latinoamericano andaba por buen camino y reinaba el optimismo.
A través de los años, las Cumbres de Las Américas abordaron una multitud de temas sociales, económicos, ambientales, de género y de gobernabilidad. Estas diferentes prioridades se justificaban bajo la premisa que la democracia y el crecimiento equitativo requerían de reformas polifacéticas y de enfoques multidisciplinarios. Pero mientras las cumbres se convocaban y celebraban, Latinoamérica empezó a retroceder en algunas áreas incluyendo en su compromiso para con la democracia representativa y sus principales pilares: elecciones libres, respeto para los derechos humanos, la independencia de poderes y el Estado de derecho. Y surgieron otros flagelos como el narcotráfico —incluyendo un mayor consumo de estupefacientes en nuestros países— y la inseguridad ciudadana.
Si bien es cierto que la mayoría de los latinoamericanos todavía vivimos en países democráticos ahora, pienso que el Secretario de Estado norteamericano, John Kerry, pecó de optimista al sugerir en su discurso celebrando el 25 aniversario de las cumbres en Washington que la democracia se está consolidando en Latinoamérica. A mi parecer, fue más apegado a la realidad lo que dijo en Panamá el expresidente del Ecuador, Oswaldo Hurtado, cuando afirmó que varios países latinoamericanos ahora tenían gobiernos autoritarios. Entre otros, Hurtado citó como ejemplos a Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia y su propio país, Ecuador.
La Séptima Cumbre de las Américas es histórica. Será recordada porque finalmente se le permitió participar en ella a Cuba, a pesar de que su gobierno todavía no cumple con el requisito original para entrar al “club”: tener un gobierno democrático. Los países miembros de la Cumbre —y principalmente los Estados Unidos, que inspiró a estas reuniones— decidieron concederle a Cuba y a los hermanos Castro una dispensa o “waiver” porque el Presidente Barack Obama llegó a la conclusión que medio siglo de aislar a Cuba no había logrado democratizar a la isla y que había que cambiar de estrategia y buscar una apertura en Cuba a través del diálogo o “engagement” en inglés. Además, los países de Latinoamérica y el Caribe estaban presionando cada vez más para la incorporación de Cuba a las cumbres. Como consecuencia, el gobierno que se estaba quedando aislado era el norteamericano y la cumbre de las Américas estaba mostrando señas de arterosclerosis. Prueba de esto es que en las dos últimas cumbres, la de Puerto España y la de Cartagena de las Indias, habían concluido sin declaraciones finales por el tema de la exclusión de Cuba. Y concluir una cumbre sin una declaración que resume sus logros es un tabú.
Curiosamente, a pesar de la asistencia de Cuba y Raúl Castro en Panamá, no se logró un consenso entre los representantes de los países que asistieron a esta cumbre y tampoco hubo una declaración. El principal pelo en la sopa esta vez fue la pugna entre Venezuela y Estados Unidos por las sanciones que Washington impuso a siete funcionarios venezolanos y la formulación torpe del decreto estableciendo esas sanciones. De nuevo, se violentó una de las vacas sagradas del “cumbrismo”.
Pero sí hubo una declaración en Panamá. Fue un valiente documento firmado hasta la fecha por 25 exgobernantes iberoamericanos denunciando el retroceso de la democracia en Venezuela —incluyendo la situación de derechos humanos, políticos y sociales— y haciendo un llamado a que haya una observación robusta en las elecciones legislativas este año y a que se liberasen los prisioneros políticos en ese país, incluyendo Leopoldo López, que tiene 14 meses de guardar prisión sin recibir ni siquiera una visita de la Cruz Roja, y el alcalde de Caracas, Antonio Ledezma. ¿El crimen de ambos? Oponerse a un gobierno cuyo manejo de la situación política, económica y social de su país es el peor del continente y en muchos aspectos entre los peores del mundo.
Los exjefes de Estado que firmaron la declaración son de diferentes países, partidos y corrientes ideológicas. Incluyen a Felipe Gonzales y José María Aznar de España; a Felipe Calderón y Vicente Fox de México, a Oscar Arias y Rafael Calderón Fournier de Costa Rica; a Álvaro Uribe y Andrés Pastrana de Colombia y otros líderes como Alejandro Toledo del Perú y Sebastián Piñera de Chile. Lo que los une es su compromiso para con la democracia y un deseo de construir un mejor futuro para el pueblo venezolano.
El “foro de la dignidad”, a como se le ha llamado a esta reunión paralela de exmandatarios, fue muy concurrido y gozó de una extensa cobertura de los medios mundiales. Fue histórico, a como lo es su “Declaración de Panamá”. Al ser preguntado por qué había apoyado esta declaración, José María Aznar —presidente de gobierno de España durante ocho años— contestó que “en determinadas circunstancias el silencio no es alternativa, sino que es cómplice”. ¡Qué mensaje tan poderoso … y tan elocuente!