Ayer me llamaron de un medio de comunicación escrito para saber mi opinión sobre el caso reciente de los percances laborales acontecidos en estos días muy recientes, en los que perdieron la vida dos operarios en una construcción que sufrió un derrumbe, así como de otra situación ocurrida en una explotación minera.
La verdad sea dicha, y lo que le contesté a la amable dama —a quien le agradezco la deferencia por tomar en cuenta mi visión— fue que no tenía ninguna reflexión que ofrecer, puesto que el tema de las muertes en el trabajo —la absurdez del dolor máximo provocado a las familias— es un tema que aquí no motiva a nadie, no le interesa a nadie; por lo cual, resulta sobrancero y necio expresar puntos de vista técnicos, a menos que quisiera uno complacerse en ser un opinador oportunista, de temas vanos, en los cuales, aparentemente, la sociedad en su conjunto ha tomado la decisión de ignorar y despreciar este tipo de tragedias, como singularidades y no como lo que son: una epidemia con costos sociales elevados, mucho más letal que cualquiera de las temidas plagas o pestes que asustan solamente desde las películas de ciencia ficción.
Sin la menor intención más que mostrar la doble moral de un aspecto que, a mi criterio, no vende ni tiene consecuencias más que una noticia puntual; diminuta en relación con los grandes hechos actuales que acontecen coyunturalmente; pienso que los argumentos éticos sobre la prevención de la muerte en el trabajo son aún materia por entender, por internalizar, por comprender, pero sobre todo, reflejan la carencia de una mínima empatía por el dolor ajeno, por amplios sectores de la economía, principalmente; por aquellos empresarios que aún tienen la visión del ser humano descartable, del se usa y se tira, del “untermensch” nazi, del sub-humano, de esa infame denominación pragmática que sitúa al semejante —diré a aquellos no afortunados o desventurados— en un plano de inferioridad no solamente económica, sino también, social; quienes son la carne de moler de ciertos procesos productivos irresponsables, los prescindibles, a los que supuestamente no hay que ponerle atención a su suerte.
La hipocresía, que como moneda de curso global, surge cuando ocurre aquello que no es dable a llamar accidente, esconde también ribetes surrealistas. Los aspectos en donde este medio de cambio muestra su mejor cara como la base transaccional moral del país, es cuando se habla de Responsabilidad Social Empresarial y de otros disparates, los cuales no se corresponden con las formas mínimas de realizar labores intrínsecamente peligrosas.
La hipocresía circula fluidamente como dinero en metálico cuando se trata de argumentar y de desviar las responsabilidades de múltiples actores por estas fallas de gestión empresarial.
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), hay una muerte relacionada con el trabajo cada 15 segundos a nivel global; 2.3 millones de seres humanos anualmente, cuya ausencia es un multiplicador brutal que afecta las economías familiares, ya que todos los costos, sin excepción, son externalizados hacia los deudos. Las llamadas indemnizaciones, espurias y ofensivas, son otra cara de la moneda —un gesto más de la hipocresía global— en donde la vida se ha reducido a un bien transable y de poco valor.
Es importante saber que planetariamente —según la misma OIT— el número de víctimas por falta de medidas de seguridad en el trabajo, supera cualquier otra acumulación funesta, ya sean por las guerras, enfermedades y otras plagas, pero que por las cuales sí hay gente interesada por la danza de recursos captados, lo cual también es otra muestra de los hipócritas tiempos que corren.
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