Cada 23 de abril, con la celebración del Día del Libro, nos ponemos el estandarte de la importancia de la lectura y de la formación cultural. Incluso los más osados se lanzan a poner frases célebres en sus perfiles de redes sociales, porque, por supuesto, nadie quiere quedar como inculto o superficial. ¿Pero de verdad leemos en el 2015?
No es una pregunta retórica, no me refiero a “ojear” publicaciones o a encuentros accidentales con manuales de instrucciones. ¿Cuándo fue la última vez que me leí un libro por gusto? Porque decimos, nos excusamos, que es mejor ver la película que leer el libro. Porque tenemos el prejuicio de que leer da sueño, de que estamos apurados siempre y la mejor de todas, “no soy vago para estar leyendo”. Pero siempre hay tiempo para salir al cine, para todos los compromisos sociales y para estar tirados en una hamaca sin nada que nos perturbe.
Hablemos de inversión, de invertir en un bien inútil como la cultura. Algo que no da el beneficio tangible de otras inversiones, pero que nos hace más personas. No pretendo hablar de inversiones gubernamentales en estos temas porque uno acaba discutiendo la responsabilidad de otros, para terminar excluyendo la propia.
¿Cuánto invierto yo en mi cultura? Que no es necesariamente una inversión económica, existen espacios para la lectura, para espectáculos gratuitos de música, danza y arte. En internet existen muchísimos recursos para desarrollar ese gusto adquirido que da la música clásica, una poesía leída con calma y los delicados trazos de una acuarela.
¿Cómo se fomenta ese ambiente cultural en la casa? Con frecuencia escucho la queja de padres que quieren “hijos lectores” pero que no los han visto a ellos mismos ni con el periódico en las manos. A padres cultos corresponden, casi siempre, hijos cultos. A padres atolondrados y superficiales corresponden hijos que solo se expresan en 140 caracteres o menos, que cara a cara no saben tener tema de conversación y cuya formación humana se limita a lo “útil”, a lo que deja “reales”.
Vivimos en una sociedad contaminada por la lógica del beneficio y del lucro, lo que no produce dinero es pérdida de tiempo. Premiamos lo tecnológico y castigamos lo cultural. Se incentiva el emprendedurismo y se le ponen trabas a los que se dedican a la producción cultural.
La educación tiene su tarea. Desafortunadamente ya no se educa para ser persona, se educa para “ser humano de obra”. Se urge a los jóvenes a escoger carreras universitarias que sí dejen dinero, no que los realicen como personas o para lo que tengan vocación profesional.
Basta echar un vistazo a la extinción silenciosa de las facultades de humanidades y arte en las universidades, en contraste con la proliferación de centros de estudios técnicos y de ingenieros, administradores y contadores.
Esto nos hace una sociedad irreflexiva. Aficionada a los números y recelosa de las letras, que ve en ellas solo utilidad instrumental. Recibimos muchísima información, sufrimos el bombardeo de mensajes de textos, correos y papeles, pero nos quedamos en lo factual. Nuestra falta de fijeza para nuestra propia formación cultural nos sumerge en un letargo continuo.
La cultura, particularmente la literatura, podría devolvernos la herencia perdida en la revolución industrial: nuestra propia dignidad de persona. De seres pensantes, reflexivos, con libertad y con la capacidad de amar.
Esta es la utilidad de lo inútil, nos hace amar, pensar, nos hace libres. Nos distingue, nos hace personas.
El autor es consultor en Educación.
Ver en la versión impresa las páginas: 10 A