Se recuerda a Gabriel García Márquez (1927-2014) a un año de haber partido al Macondo eterno que él imaginó en la tierra en una asombrosa fantasía, llevado a un territorio sin límites para la ficción, raíces que crearon a un pueblo mítico con credenciales para suspirar. Macondo tiene diferentes efemérides en el trayecto de un año de ausencia de su autor. La celebración no solo vive en la novela sino en la personalidad del escritor con semblanza tropical en su imagen exterior pero con una más profunda en el fondo interior.
Quiero en el transcurso de su partida ligar a Gabriel García Márquez con la admiración que sintió por la música clásica como pivote para su inspiración en la escritura de sus libros fuera de la que profesó en la adolescencia: un enamorado activo de la música caribeña, los mambos de Pérez Prado, los boleros de la Sonora Matancera. Pero al penetrar en otoño se ocupa de los grandes maestros, de los clásicos dando un giro frontal, volando con ellos en el espacio donde se tiene un lugar para perdurar. Le sirven de plectro al escribir sus novelas confirmando con ello que no pocos autores se sienten iluminados por el fondo de una melodía
Cuando estaba embebido en Cien años de soledad entre 1965 y 1966 en México, inundaban sus oídos — gastados de tanto oírlos— los preludios de Debussy con chispazos que lo levantaban. Vivificado por Vivaldi, por Brahms, por el violín de Corelli, el clave de Bach. Mientras se desplazaba el numen, ahí estaban los nocturnos de Chopin o el gran folclorista europeo.
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