En la historia latinoamericana, las dictaduras fueron —como se sabe— un fenómeno bastante generalizado en los siglos XIX y XX y también —en menor grado— en lo que va del siglo XXI. Basta mencionar a Porfirio Díaz en México, Pinochet en Chile, Perón en Argentina y Hugo Chávez en Venezuela. Igualmente hubo en América Latina (AL) “dinastías familiares” —como los Frei en Chile o los Figueres en Costa Rica— las que sin embargo no fueron dictaduras ni tuvieron, en períodos sucesivos, presidentes de la misma familia. También en los Estados Unidos se habla hoy de “dinastías políticas” —como los Clinton o los Bush— las que al parecer competirán en las próximas elecciones presidenciales. Ello no es un buen ejemplo, aunque se trate de un país con una democracia sólida. Naturalmente que si las dinastías políticas no son recomendables, menos aún lo son las dictaduras dinásticas. En Nicaragua, dada su historia, las dinastías familiares son incompatibles con la institucionalidad democrática. Fácilmente desembocan en dictaduras dinásticas.
Aunque en Centroamérica y en el Caribe, hubo —como en el resto de América latina—, numerosos dictadores, solo en Nicaragua tuvo lugar en el siglo XX una dictadura dinástica en la que dos hijos —Luis y Anastasio Somoza Debayle— accedieron a la Presidencia y controlaron el poder por más de dos décadas después de la muerte —en 1956— del fundador de la dinastía. Solo en Haití hubo algo, en parte, similar: Jean Claude Duvalier sucedió en la Presidencia en 1971 a su padre Francois Duvalier y fue derrocado en 1986. En República Dominicana, Ramfis Trujillo no logró suceder a su padre Rafael Trujillo. En el caso de Cuba la sucesión dinástica fue entre los hermanos Castro. Nicaragua tuvo características atípicas, en el sentido de que —hasta donde sabemos— fue el único país en América Latina —en el que una dictadura dinástica logró en el siglo XX conservar el poder por casi medio siglo, al heredarlo a la segunda generación— que lo conservó por más de dos décadas —1955-1979—. Nicaragua superó a Haití.
Nicaragua es también el único país en Centroamérica en el que dos familias han permanecido en el poder por muchos años a lo largo de las últimas ocho décadas. La familia Somoza controló el poder entre 1933 y 1979 y luego la familia Ortega —ha controlado el poder desde 1979 hasta el presente— si incluimos el subperíodo 1990-2006 cuando “gobernó o cogobernó desde abajo”. Los demás países centroamericanos, aunque tuvieron numerosos dictadores —basta recordar a Ubico en Guatemala y a Hernández en El Salvador— han tenido más resistencia a las dinastías familiares. Son aún recientes los casos de Sandra Torres —“exesposa” del presidente Álvaro Colom— a quien la Corte Constitucional de Guatemala no reconoció su legitimidad como candidata presidencial en 2011 y el de Xiomara Castro —esposa de Manuel Zelaya— el depuesto presidente hondureño la que fue derrotada en las elecciones presidenciales de 2013. En El Salvador, por su parte el partido Arena no ha reelecto a ningún presidente y el FMLN ha logrado elegir dos presidentes sucesivos que no son de la misma familia. ¿Por qué en El Salvador, el FMLN no desembocó en el “caudillo-centrismo” a como ocurrió con el FSLN en Nicaragua, siendo que ambos partidos son supuestamente de ideología similar?
Aunque Costa Rica es el único país centroamericano con una larga tradición democrática, dio el mal ejemplo con la reelección —aunque no en un período presidencial sucesivo— de Oscar Arias en 2006. Por su parte — como es sabido—, Guatemala, El Salvador y Honduras, no son “democracias modelos” —ni mucho menos—, y son —al menos en el aspecto de seguridad ciudadana— casi Estados fallidos y no tienen la ventaja de la tradición democrática de Costa Rica. La fragilidad de las instituciones democráticas en los tres países del “triángulo del norte” quizás explica su mayor temor a dinastías familiares y al caudillo-centrismo-temor que —inexplicablemente— al parecer no existe en Nicaragua.
Cabe reflexionar: ¿Por qué Nicaragua tuvo en el siglo XX una prolongada dictadura dinástica que no fue común en Centroamérica ni en América Latina? Más importante aún: ¿es posible que se repita en el siglo XXI, lo que ya se observó en el siglo XX? ¿Será el futuro —como alguien dijera— el pasado que vuelve? Todo parece sugerir, que es muy probable.
El autor es doctor en economía
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