Nada me dio más miedo en mi niñez que los mensajes de la guerra y el infierno que me esperaba si no complacÃa a Dios. De la guerra temÃa que un dÃa mis amados juguetes explotaran y me mandaran al limbo.
Mi abuela nos contaba que en la radio decÃan que los gringos tiraban miles de juguetes desde aviones y que cuando los niños los cogÃan, estos explotaban y los mataban.
Me aterraba la idea de morir y esperar para siempre el perdón de Dios en ese terrible lugar que según la versión que me tocó aprender durante el catecismo, era un sitio oscuro y frÃo donde iban a parar las almas de los niños que morÃan en pecado.
Y yo que siempre me portaba mal, estaba en pecado todo el tiempo. Al menos eso me repetÃa el señor que nos impartÃa las lecciones bÃblicas, que nos instaba a ser santos para alcanzar el cielo y no sufrir los horrores del apocalipsis o el fin de los tiempos.
Era principios de los años ochenta, el paÃs estaba en guerra y yo por ello creÃa lo de los juguetes que explotaban y siempre estaba atento a no recoger nada que no fueran los viejos y destartalados chunches de mi entorno.
Igual, por un tiempo pensé en oÃr las trompetas en el cielo y siempre miraba a las nubes esperando tener la suerte de verlas partirse y ver surgir de entre ellas a los jinetes del apocalipsis, entre rayerÃas y temblores de cataclismo.
El instructor del catecismo, que nos reunÃa cada domingo, un dÃa nos relató muy a su modo una versión del apocalipsis: un dÃa un jinete sonará su trompeta y del cielo lloverá fuego sobre todas las fuentes de agua y esta se volverá tan amarga, que nadie podrá beberla. Luego, un ángel vendrá del cielo a derramar una copa sobre las aguas y todo el vital lÃquido se convertirá en sangre y morirán los peces y toda la gente tendrá sed y no podrán saciarla y morirán con las gargantas secas.
Algo asà o más aterrador.
Recuerdo diáfanamente que siempre me preocupó que en casa de mi abuela donde vivÃa solo hubiesen dos barriles para recoger el lÃquido.
Pensaba con dudas ¿y si se vuelven amargas? Y con esa lógica de temor infantil solÃa esconder un vasito de agua bajo mi cama por si el fin de los tiempos me agarraba dormido y toda sustancia se volvÃa amarga o sangre. Al menos no morirÃa de sed. ¡Bravo, José Adán! Era más listo que el ángel destructor.
Luego crecÃ, la guerra terminó y mis fantasmas sepias de la niñez murieron al nacer la adolescencia, que ya se sabe, tiene sus propios demonios con acné y hormonas en tropel.
Mi tormentosa pesadilla de morir con la lengua agrietada y la garganta polvorienta se esfumó por muchos años hasta que la recordé hace unas semanas.
Revisaba unos datos sobre la crisis de agua en el paÃs para un reportaje y lo que leÃa, francamente, me preocupaba más que aquel viejo temor de un juguete explosivo o un rÃo de sangre: la temperatura cada vez más infernal, los rÃos convertidos en lechos de lodo y piedras por ausencia de agua; gente en los barrios corriendo detrás de cisternas improvisadas que sustituyen temporalmente la ausencia de los grifos, los rÃos y lagunas contaminados con basuras y agroquÃmicos, los pozos y cuencas subterráneas explotados sin misericordia para uso industrial.
Los bosques, antes extensos y generosos en naturaleza, se acaban a un ritmo desenfrenado e irremediable, llevándose en su triste final a una infinita lista de especies y beneficios que ignoramos y apenas sospechamos, entre los cuales conocemos algunos: alimentos, sombras, animales, lluvias y paisajes. Donde antes habÃan bosques, ahora hay potreros llenos de vacas y donde una vez corrieron rÃos hay trochas por donde circulan camiones que sacan las maderas de los bosques.
Unas frases del ambientalista Jaime Incer Barquero, entrevistado para el reportaje, me avivaron aquellos viejos temores infantiles.
Según el cientÃfico, desde hace cuatro o cinco décadas se han venido deforestando sin control “las cuencas de los rÃos, las cumbres de los cerros y las orillas y vegas de los lagosâ€.
“Si matamos los bosques, matamos el agua y nos morimos todos, porque no hay desarrollo económico, de ninguna manera, sin aguaâ€, me dijo Incer Barquero.
Yo creà entonces escuchar, junto a esas lapidarias advertencias, aquellas trompetas del apocalipsis de mi infancia.
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