De ahora en adelante habrá que pensarla dos veces antes de corregir o frenar a los niños malcriados. El nuevo Código de la Familia hará sumamente riesgoso lidiar con sus posibles rabietas. Si no lo cree, vea lo que dicen los artículos 46 y 51.
El 46 considera como violencia doméstica punible no solo los palos, la faja o la tirada de orejas, sino “cualquier acción o conducta que de manera directa o indirecta causare (…), sufrimiento físico y psicológico. Es largo citar lo que el artículo, en su inciso c, entiende como esto, pero en resumen incluye: “Cualquier acción u omisión, directa o indirecta, cuyo propósito sea controlar o degradar las acciones, comportamientos o creencias de otras personas por medio de intimidación, amenaza directa o indirecta, humillación, aislamiento (…) o cualquier conducta que produzca perjuicio en la autodeterminación (…) personal, etc”.
Cuidado pues con decirle al niño que se quedará castigado en casa. O que se quedará estudiando una hora en su cuarto porque sacó malas notas. O decirle que hizo muy mal, o que actuó tontamente, o que si vuelve a pegarle a la hermanita no verá televisión. Podríamos estar degradando sus acciones o tratando de controlarlo o atentando contra su autodeterminación a través de la amenaza o la intimidación.
Lo peor es que el artículo 51 exige que “cualquier persona que tenga conocimiento de un hecho constitutivo de violencia doméstica o intrafamiliar deberá denunciarlo o dar aviso a la policía”. Así pues que ojo con los vecinos o con los Gabinetes del Poder Ciudadano.
Adiós pues a los tiempos en que se decía “quien bien te quiera te hará sufrir”, en el entendido de que a veces es bueno que los niños y jóvenes sufran en carne propia lo perjudicial de sus malas acciones-terapia, dicho sea de paso, que Dios aplica en la vida, como cuando se choca por andar borracho. Adiós a los tiempos en que los padres aplicaban el precepto bíblico de corregir o disciplinar los hijos que uno ama.
Habrá que tratar a los hijos con pinzas. Disciplinar, pero sin causar sufrimiento —lo cual requiere de mucha imaginación—, cuidadosos de que no se sientan controlados, inhibidos y aun manipulados por la promesa de premios si se portan bien. Ahora solo valdrá el diálogo, el convencimiento dulce y paciente, apelando al raciocinio, aunque el chavalo no quiera oír o no haya alcanzado el uso de razón, y si esto no funciona, como ocurrirá muchas veces, armarnos de mucha paciencia.
Pobres los padres de familia y pobres los maestros. El riesgo es que envalentonados por estas nuevas leyes, que tarde o temprano saborearán los adolescentes y luego todos los niños, cosechemos una generación cada vez más rebelde, arrogante y exigente.
Es cierto que deben moderarse los castigos. Que no puede haber licencia para violencias que causan daños evidentes y visibles, físicos o morales. Pero el código ha llevado las cosas al extremo, extendiendo hasta más allá de lo razonable el concepto de violencia e imponiendo a nuestras familias una ideología que no tiene fundamento científico, pues no hay pruebas contundentes que demuestren que tal enfoque sea necesariamente el mejor.
Peor aun lo hacen violando el derecho que tienen padres y madres a educar a su prole de acuerdo a sus convicciones pedagógicas o religiosas. Los legisladores tienen todo el derecho de aplicar sus preferencias educativas en sus hogares. (Dudo que lo hagan). Pero ni ellos ni el Estado tienen corona o credenciales para dictar a los padres de como educar sus hijos.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación.