Ella cada noche discrepa del alboroto cotidiano y, a como es usual en ella, discrepa desde la acción, no la palabra. Además: “vos sos el hombre de las palabras”, te recuerda ella a cada rato. El asunto es que ella lleva consigo el necesario arte de alejarse por instantes. Busca, ocupa una solitaria banca en el parquecillo y se acuesta. Llega a hablar, acaso solo con miradas y silencios y mareas respiratorias y cansadas felicidades sanguíneas, llega, decíamos, a hablar con la Luna. El conejo encorvado de Li Po en plena lunación amarilla… Ella adora terminar su día junto a la Luna, ya entrando la noche. Se fija en las casas sepias: “Auras lunares”, les nombra ella con asombro de chavalita marina.
Lo que ella nombra se trastoca porque ella nombra como creando el mundo, refundando el viejo malabar de los dioses. Y ves entonces la Luna cuando ella te hace saltar descalzo hacia tu patio de adoquines. A veces, tu Luna no coincide con la que ella, o sus ojos, reinventan desde el parquecillo. A veces, tu Luna es menos esplendorosa que la que ella, libre niña repleta de asombro y sonrisa, recoge en su cielo estrellado.
Quiero ver alguna vez la Luna junto a ella y retarnos, lunáticos los dos, a habitarla profunda, loba de loca luz silvestre, con nuestras enormes pieles sintientes… En su propia medida de satélite roedor, alguna cosa tiene que calmarnos la vieja Luna roja en este mar que nos somos. Algo tiene que hacernos conjugar o hallar juntos, la cambiante Selene: cierto tesoro milenario o atávico instinto que ha estado solo a nuestro paso sobre la arena reservado. Algo, seguramente, algo impronunciable…
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