Los miércoles se están convirtiendo en un día muy importante. Tanto que podrían cambiar el rumbo del país. En ellos un número creciente de ciudadanos se está congregando frente a las instalaciones del Consejo Supremo Electoral (CSE), para exigir que dicha institución, manchada por reiterados fraudes electorales, cumpla su función de asegurar el derecho de los nicaragüenses a elegir sus representantes.
En realidad, quienes miércoles tras miércoles vencen la comodidad y se toman el trabajo y riesgo de participar en las protestas, están librando la lucha más importante por la democratización y la estabilidad nacional. Lograr un CSE honesto, que refleje y respete celosamente la voluntad popular, es determinante para asegurar la paz social y consolidar la institucionalidad y el progreso. No lograrlo envenenaría nuestra política e invitaría a que tarde o temprano surja la tentación de soluciones extremas.
Un buen sistema electoral requiere, entre otras cosas, cambiar el actual y amañado proceso de cedulación, hacer que el CSE cumpla la ley, particularmente la que ordena publicar los resultados junta por junta, abrirse a la debida observación nacional y extranjera, y nombrar magistrados idóneos.
Lo que se pide no es nada irracional ni arbitrario. Ha sido solicitado por observadores electorales de la Unión Europea, el Centro Carter y otras instituciones de prestigio, así como por la Conferencia Episcopal, Cosep y muchas otras organizaciones serias. Quienes protestan no exigen más que el sistema electoral refleje fielmente, sin adulteraciones, las preferencias del pueblo. Si este prefiere a Ortega está bien. Pero que se atribuyan a él, a sus diputados y alcaldes, nada más y nada menos, el número de votos que los ciudadanos les concedan.
En última instancia esta batalla por tener elecciones limpias y transparentes definirá la moralidad de la familia gobernante, y el patriotismo de los nicaragüenses. Aceptar las reformas que necesita el sistema electoral proyectaría a los Ortega como verdaderos estadísticas que no solo confían en su respaldo popular, sino que respetan al pueblo soberano y no trampean. En consecuencia ganarían legitimidad, abonarían la concordia, y tendrían mayores oportunidades de impulsar el progreso. Negarlas, en cambio, demostraría que enfrentamos gobernantes que desprecian la voluntad del pueblo que dicen representar, y que están dispuestos a mentir y adulterar resultados a fin de mantener o agrandar su poder. Proyectaría entonces a los Ortega-Murillo como inmorales y corruptos, pues ladrón es tanto el que roba bienes como votos ajenos, igual que sembraría odios y minaría la legitimidad del régimen, ingrediente importante en su sostenibilidad a largo plazo.
Paralelamente, mantener y escalar la lucha cívica a favor de elecciones libres demostraría que Nicaragua cuenta con ciudadanos dispuestos a luchar y sacrificarse por la democracia y el bien común; de que existen reservas de patriotismo. Abandonarla, por el contrario, demostraría que estamos ante un pueblo sin dignidad, sometido y pasivo. Sería una trágica demostración de un país carente de fibra moral. De aquí la importancia de los miércoles.
Acompañar a los valientes que iniciaron estas jornadas podría producir una auténtica primavera democrática. Qué hermosos y efectivo sería ver en las calles a cada vez más ciudadanos exigiendo cívicamente su derecho a elegir; ver a empresarios, obispos, pastores, rectores, profesionales, amas de casa, estudiantes y trabajadores dándose cita ese día para testimoniar que Nicaragua nos importa. Es cierto que es incómodo, que puede implicar riesgos. Pero ¿no es la esencia del patriotismo y del amor, estar dispuesto a sufrir por lo que se estima? Este miércoles, en la calle, frente al CSE, Nicaragua nos espera a todos.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación.
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