La novela negra es, en el lenguaje de la literatura, una narrativa de ficción alrededor específicamente de temas policiales y criminales. Pero en Nicaragua la novela negra no es una invención literaria; es una sórdida realidad de la Policía, una entidad del Estado que ha sido vaciada de institucionalidad y que de nacional ahora solo tiene el apellido.
Uno de los capítulos más estremecedores de esta novela negra de la Policía de Nicaragua, ha sido el asesinato de dos niños y una joven mujer pertenecientes a una misma familia, perpetrado por agentes policiales el sábado pasado en la comarca Las Jagüitas de Managua. Otros dos menores del infortunado grupo familiar permanecen hospitalizados, por las heridas que sufrieron cuando los policías abrieron fuego con sus armas de guerra contra el carro en el que viajaba la familia, violando flagrantemente la ley nacional y los protocolos internacionales sobre el uso de armas de fuego por agentes policiales.
La Policía es una pieza fundamental del Estado, cuya misión es mantener el orden público y velar por la seguridad de los ciudadanos, en el marco de un estricto respeto a la ley y a los derechos humanos. Así es en todos los países donde existe la democracia y funciona el Estado de derecho. Pero en los sistemas autoritarios de gobierno —de los cuales el régimen orteguista es un caso ejemplar—, la Policía es solo parte de un aparato represivo del Estado, el cual funciona mediante el ejercicio directo de la violencia, o la coacción política y legal, y sirve más a la seguridad de la dictadura que a los intereses de los ciudadanos. Como muy bien lo definió el filósofo e investigador social francés, Michel Foucault (1926-1984), en el Estado totalitario o autoritario “la policía y el sistema penal son instituciones de poder que no se proponen eliminar el crimen, sino controlarlo dentro de ciertos límites y hacer uso de él según sus propios intereses”.
La matanza de Las Jagüitas y los demás crímenes policiales ocurridos como de manera sistemática en los últimos ocho años, los cuales han sido bien documentados por los organismos nacionales de derechos humanos y puestos en conocimiento de los internacionales, son consecuencia de la desviación de la Policía de su curso institucional democrático. Es el resultado de haberse puesto al servicio del proyecto dictatorial y la perpetuación en el poder de Daniel Ortega, quien se impuso como jefe personal directo del estamento policial por medio de la nueva Ley de la Policía, aprobada el año pasado por los diputados del Frente Sandinista.
Si la Policía hubiera seguido su andadura por la ruta de profesionalización e institucionalización, por la cual caminó correctamente desde abril de 1990 hasta comienzos de 2007, no estaríamos hoy lamentando tragedias y condenando crímenes como el de Las Jagüitas.
Pero también la sórdida lucha por el poder que se está dando en las estructura superiores de la fuerza policial, es consecuencia de su pérdida de institucionalidad. Si la Policía siguiera aplicando el mecanismo de rotación de mandos y de ascensos y promociones, que establecía la Ley democrática anterior derogada por el orteguismo, esos pleitos sombríos no tendrían ninguna razón de ser.