Nací el 21 marzo de 1959 en el barrio monseñor Lezcano. Mi papá y mi mamá eran campesinos que recién habían llegado de Las Cuchillas, del barrio Los Payanes, en El Crucero. Yo decido que tengo futuro en la Academia Militar. Miré una oportunidad de salir adelante, de dejar la pobreza. Fue cuando entré, en 1976, a la Academia Militar de Nicaragua. Gracias a Dios tuve la suerte de sobresalir siempre.
La Guardia con sus ocho mil hombres era una fuerza formidable para Nicaragua, un país pobre con 2.5 o 3 millones de habitantes, cuyas funciones, en ese tiempo, era controlar borrachos, un tráfico pequeño y una población acostumbrada a vivir en este sistema, el sistema de Somoza.
A la promoción 35, que era la mía, ya no la pudieron mandar a Panamá, como se acostumbraba. Nos mandaron a la EEBI, en febrero del 79. No nos dieron chance de terminar. La guerra se puso muy difícil. A la Guardia Nacional la estaban exterminando. Nos enviaron como carne de cañón. Una noche, yo miré en la Academia Militar a cinco oficiales muertos. Yo me preguntaba: si la Guardia gradúa de 15 a 20 oficiales anualmente ¿cómo le está yendo si están matando a cinco oficiales el día de hoy? Según ellos, el entrenamiento de un oficial costaba doscientos mil dólares. Era el entrenamiento de un muchacho que salía de cualquier barrio para prepararse en el transcurso de cuatro años.
En abril me mandan a patrullar la carretera a León y participo en algunas escaramuzas y una embocada que hicieron en Izapa los sandinistas. Nosotros matamos a uno y nos hirieron a cuatro hombres.
Una vez voy patrullando el barrio Monseñor Lezcano, ahí por Santa Ana, y me encuentro un muchacho que es sandinista, que lo conozco porque es mi amigo. Era de apellido Cruz.
—¿Por qué no te venís conmigo? —me dice. Los guardias ya perdieron la guerra.
—Maje —le digo— vos no me conocés a mí. Yo no me voy a volver sandinista. ¿Vos creés que ustedes van a confiar en mí. Yo soy guardia.
Yo no iba a desertar porque no creo en la deserción. Si te va a tocar te va a tocar. Yo había decidido ser un hombre de una sola pieza. Sabía que los comunistas iban a ganar, pero también iban a perder, que iba a haber una contrarrevolución.
La primera vez que entré en combate fue propiamente frente al Teatro Rubén Darío. Como yo era el cadete más antiguo de mi promoción, a mi me dan el mando. De los cinco que quedamos en la EEBI nos dan a cada unos treinta hombres y yo me voy como jefe de compañía. Sin experiencia y sin nada. El primer balazo lo recibo cerca del Rubén Darío. En lo que voy caminando ¡pla! me dispararon. Un muchacho que estaba ahí con ganas de pegar a algún guardia, como a las 7:00 de la noche. No me lo pegó, pero dio cerquita. Cuando vi el montón de cemento que levantó me quedo paralizado. No hallaba qué hacer. Ningún libro de infantería te enseña qué vas a hacer cuando te pegan un tiro cerca. Cuando entro en combate de verdad nos disparaban por todos lados, nos hostigaban. Los primeros combates fueron en la pista Larreynaga y el puente El Edén, casi al final de la guerra, antes de que los sandinistas hicieran el repliegue. Montón de muertos ahí. Los perros se comían a la gente, encontrabas gente muerta en su casa, gente quemada, niños quemados. Cuando logré entrar, capturé a un sandinista herido en uno de los túneles que tomamos. A mí me tocó agarrarlo.
Un tanque estaba entrando por la avenida de Larreynaga y venía mi comandante, el capitán Ursus, que era una persona súper tranquila.
—Comandante, ahí tengo a este muchacho.
—¡Chavalo, chavalo hijueputa! —le dijo y ordenó: Sargento, agarrá a ese chavalo, llevalo a que le den atención médica a la Cruz Roja y no pongás ningún informe con él y lo sueltan.
Es cierto, ese no era un comportamiento tradicional de la Guardia, pero así era Ursus. Capitán García, pero le decíamos Ursus. Dependía de quién te agarrara. Si lo ha agarrado, por ejemplo, Sampson, le pega un tiro o me regaña a mí. El prototipo de la persona más mala que ha habido en la Guardia era él. Muchos guardias fueron asesinados por los sandinistas por las acciones de él. Capitán Ronald Sampson, hermano de la Dinorah y por eso se consideraba súper poderoso. Le pegaba un tiro a cualquiera. Llegó a una colonia a León y agarró como a 15 o 20 muchachos y los fusiló solo porque creía que eran sandinistas. Sampson era de las personas que hacía las cosas que la gente decía que la Guardia decía que hacía. No todos los oficiales eran así.
La primera ejecución que yo vi fue en El Tamarindo. El subteniente Medrano era el comandante de la unidad de El Tamarindo. Estábamos patrullando la carretera. Era una tensión que no tenés ni idea. Nos emboscaban cada vez que íbamos a León a dejarle comida a la tropa. Entonces, una vez capturamos a un muchachito, que era del Ramírez Goyena, alto, de unos 17 o 18 años. Lo interrogó la Seguridad de la unidad y el teniente Medrano lo suelta. Le damos chance que nos pase información y lo suelta. Otro día nos emboscan en Izapa y al mismo tiempo otra patrulla que va disfrazada de civil se encuentra con unos sandinistas que están poniendo una barricada. Los guardias sacan a los sandinistas corriendo porque no esperaban que de una camioneta civil se apearan guardias y capturan al mismo muchacho, trabajando en el tractor que está haciendo la barricada. Cuando el teniente Medrano ve al muchacho, que es el mismo que soltó hace unos días, dice:
—Tráiganmelo al polígono.
Yo sabía que lo iba a matar.
—¿Ajá? —le dice cuando se lo llevan— vos creés que nosotros estamos jugando —le quita a uno de los guardias un Garand y ¡pla!
Yo vi cuando le entró el balazo y le desbarató la cabeza.
—¡Ay mamita! —dijo antes de morir.
Después de estar en los barrios orientales me envían a estar de servicio a una colonia y nos mandaban a patrullar. Casi siempre nos atacaban con francotiradores. Nos ordenaban patrullar 25 horas al día. Cuando llega el final de la guerra yo tengo la suerte de ser uno de los pocos oficiales de mi promoción que queda en Managua. De mi promoción éramos 23, hirieron a 15 y mataron a 3 ¡en un mes de servicio!
El 17 de julio Ursus no llega. Y nos damos cuenta que toditos los oficiales están desaparecidos. El 18 nos reunimos todos los oficiales que andábamos en la patrulla y nos vamos a ver al capitán Justiniano Pérez, que era el comandante de nosotros en la EEBI.
—Me permite hablar, capitán.
Justiniano era un maldito cuando estaba en la Guardia. Así lo miraba yo. Nunca le dirigía la palabra a nadie. Era una persona como introvertida. Callada. Ese día por primera vez lo oí hablar.
—Comandante, ¿qué hago? Somos los oficiales de las patrullas aquí en Managua. Todos los jefes de compañía desaparecieron desde ayer. ¿Qué hacemos?
—Hagan lo que ustedes quieran. La Guardia Nacional ya desapareció. El estado mayor está tratando de hablar con Humberto Ortega a ver si mañana que entren y le entreguemos la ciudad nos perdonan la vida. Están en libertad de hacer lo que quieran.
Era mi comandante y yo me digo para mis adentros: hijuelagranputa.
Viene pasando un camión cargado de jugos que venía para abastos. Lo paro y le digo a los soldados: agarren toditos esos botes y échenlos a las mochilas, los vamos a necesitar. Vamos a pelear. Vamos a la Academia y nos llevamos a los cadetes. Ya estábamos pensando cómo organizarnos para cruzar la frontera. Éramos una fuerza considerable si la manteníamos cohesionada y bajo mando: 17 oficiales con treinta hombres cada uno.
En la Academia me encuentro con el coronel Manzano.
—¿Qué pasó que anda tanta tropa junta?
—Nosotros vamos a abandonar Managua, si nos quiere acompañar, nos vamos.
—No hombre muchachos, Justiniano está equivocado. Yo acabo de venir de donde Federico Mejía y me garantizó que tenemos que mantener por lo menos 24 horas Managua para ver si llegan tropas de Guatemala para tener una negociación aceptable con los sandinistas. Si ustedes creen en mí, les pido que por favor me den hasta la mañana.
No sabíamos qué hacer. El director de la Academia, un hombre honesto, aparentemente correcto, viene y nos pide esto.
—Sí señor, hasta las 6:00 de la mañana vamos a aguantar mañana, así que vamos a patrullar y todo.
Yo no tenía ganas de hacer nada, pero llega un civil, un somocista, y nos dicen:
—Óiganme, son la primera patrulla grande que encuentro. Los sandinistas se están tomando el autocinema en la Centroamérica.
Yo creo que vale la pena pelear por última vez, tratar de mantener la ciudad y nos sale con que él está dispuesto acompañarnos.
Somos cuatro cadetes y dos oficiales. Somos como 120 hombres. Nos llevamos tres camiones. Les quitamos como tres barricadas a los sandinistas. Peleamos barricada por barricada. Como a eso de las 9:00, le digo a Aguilar, no hombre, estos aquí más bien nos van a rodear. Nos tiraban por todos lados. Les tomamos una barricada y ya había otra más adelante, era cosa que no íbamos a terminar. Vámonos al puesto de mando, y cuando venimos retrocediendo sobre la carretera a Masaya, cuando doblo por la derecha, en una bajadita que hay por El Quetzal, veo una pequeña barricada que se viene formando. Le digo al soldado que va conmigo con una calibre 50:
—“Venado”, aquí están estos, cuidado.
“El Venado” dispara y vamos cayendo en una lluvia de balas que no tenés idea. El vidrio del camión me lo echaron encima. A balazos. Caímos en una emboscada. En lo que yo salto del camión y trato de disparar, me pegan en la espalda. Ahí terminó la guerra para mí. No sé la magnitud de la herida, pero vos te acobardás, sos humano, tenés 20 años y no querés morirte.
—No puedo continuar, me pegaron —les digo.
—Vámonos al Hospital Militar y ahí te voy a dejar. Ahí te paso buscando a las 6:00 de la mañana y te vas con nosotros —me dice Aguilar.
En el Hospital Militar dice Hospital de la Cruz Roja Internacional. Un sargento nos dice que tenemos que entrar sin ropa y sin equipo. Estamos bajo la protección de la Cruz Roja Internacional. El Hospital Militar ya no existe.
Yo me quedé en el Hospital Militar y eso de alguna manera me salvó la vida. Mi herida no era grave porque pegó entre los magazines y eso amortiguó la bala. A mis otros compañeros los matan en el intento de huida.
—¿Y qué pasa aquí? ¿Por qué es un hospital de la Cruz Roja Internacional? —pregunto.
—Teniente, ya terminó la guerra —me dice una enfermera—, aquí solo estamos tratando que los sandinistas respeten a los guardias heridos.
Me puse a llorar. El mundo que yo tenía se desbarataba. Tanto deseo de ser oficial se acababa.
Al día siguiente unos amigos míos, “El Cucaracha” y Urbina, me dijeron que unos familiares de ellos nos iban a ayudar a escaparnos para la frontera de Honduras. El día 20 de julio nos escapamos. Ellos tenían su fiesta. Montones de retenes pasamos de civil. Hasta Ciudad Darío, donde un muchacho del barrio San Judas me reconoció y me escapó de matar. Me pegó un piñazo con una carabina y yo convencí a los compañeros de él que yo no era guardia y me soltaron. El comandante sandinista que me soltó, se llamaba Gerónimo Segundo, de la escuadra Augusto César Sandino, Sébaco y Darío. Me soltaron para Managua y en Managua me metí a la Cruz Roja, ahí en la Tanic. Como tenía un balazo y estaba tan demacrado me fui directo al doctor. Que yo era un subteniente de la Guardia Nacional y que me habían herido en combate. Me llevaron a Belmonte, de Belmonte me llevaron a la zona franca y de la zona franca, gracias a Dios y a mi madre, me sacó el embajador de España, Alejandro Arostegui y Petit, el 24 de julio, antes de que nos entregaran a los sandinistas. Nos llevaron a la Embajada de España. De la Embajada de España me escapé con un amigo que me consiguió papeles sandinistas y me trasladaron a Costa Rica. Bienvenido al exilio. Me fui, pero sabía que iba a regresar.