Un radio portátil negro, una chaqueta raída color olivo, una mochila que conoció casi toda Nicaragua… Juan Agustín Rizo Cortedano guarda el recuerdo de los años ochenta con orgullo. Sus ojos café claro recorren lentamente los artículos mientras los enumera. Después alza la vista y con tono grave dice: “Desde que uno nace debe traer los dos animales bien puestos. Y no se debe retractar. Lo que es, es, y lo que no es, no. Yo maté. A mí no me mataron”.
Criado en las montañas de Matagalpa y descendiente de una familia campesina, Juan Rizo, alias Comandante “Rojito”, se unió a las Milicias Populares Anti-Sandinistas (Milpas) cuando tenía 15 años, en octubre de 1980, un año después de perder a su padre.
“Mi papá fue asesinado. Lo asesinó el Frente Sandinista a dos mil varas de la casa, en Waslala. Eso fue a finales de 1979. Él era guarda somocista. Salomón Rizo Montenegro, mi papá. Pero Somoza jamás le regaló tierras. Nosotros nos vergueamos para tenerlas y nos confiscaron todo. Entonces yo me enlisté en el Ejército y le dije a mi mamá que me iba con la idea de no regresar”.
A punto estuvo de cumplir sus palabras. En 1984, atravesando una zona montañosa cercana a Kantayawás, Jinotega, “Rojito” casi pierde la vida en una emboscada del Ejército Popular Sandinista (EPS). Ese fue el “cachimbeo” más largo de su vida.
“SÁLVESE QUIEN PUEDA”
En total, el veterano de guerra calcula que iban unas 420 personas de la Contra o Resistencia Nicaragüense, como él prefiere que la llamen. Ciento cincuenta eran militares y el resto eran mujeres, hombres y niños resueltos a enlistarse en las tropas alzadas contra el gobierno sandinista. El día apenas comenzaba. Un correo (militar que trae información) les advirtió que aproximadamente a unas tres horas en la dirección que llevaban se encontraba una emboscada del EPS.
“Con el perdón, algunos comandantes eran valeverguistas. Mi jefe no le creyó al correo porque, según él, conocía al hombre y no le paraba bola. Nosotros teníamos entendido que íbamos para Honduras”, recuerda.
A las 8:00 de la mañana la compañía entró en un terreno repleto de árboles. Transitarlo era difícil y la marcha se volvió lenta. “Rojito” iba con cuidado. Ya habían caminado las tres horas que dijo el correo y sabía que la tierra podía tener minas antipersonales o de fragmentación o que el enemigo podía estar cerca. Él iba a la cabeza del grupo junto con el jefe que hizo caso omiso al mensaje. De pronto, “Rojito” creyó ver un sombrero camuflado. “Eso es un saíno”, le corrigió el jefe.
“¿¡Cómo iba a ser eso un chancho de monte!? Me puse a reír. Yo le estaba viendo todito el sombrero de militar verde como el que llevaban los integrantes de los Batallones de Lucha Irregular (BLI) del EPS. Yo caminaba vestido de BLI. Perseguía los sombreros BLI porque me gustaban. Fue lo único que me gustó del EPS. Entonces mandamos a uno a que fuera a ver de cerca y cuando se aproxima vemos que lo acribillan a balazos. Ahí comenzó el cachimbeo. Ellos eran muchos y venían balazos de todos lados. Era sálvese quien pueda. Lo primero que hicimos fue sacar a los civiles. Les gritamos que se fueran por unos bambuzales. No tuvimos bajas civiles. Los que salieron rayados ese día fueron solo militares”, asegura “Rojito”.
INFIERNO EN EL BOSQUE
Toma un trago de gaseosa, hace una pausa y reanuda:
“Yo no sé cómo salí vivo y sin un rasguño”, dice. “Entramos a ese cachimbeo a las 8:00 de la mañana y salimos a las 5:00 de la tarde. Nueve horas. Ni siquiera teníamos muchas municiones. ¿Cómo hicimos para aguantar tanto? Porque no éramos ignorantes y conocíamos el terreno. Disparábamos en cadencia. Dos tiros, tres tiros, un tiro señalado. Cuando éramos acribillados a balazos solo nos acordábamos de Dios. Caminábamos con Dios a cada rato. Nos prendieron balazos, que mire, todo un equipo comando murió. Era un comando de treinta. Nos hicieron una baja que no era jugando. Murió un jefe de comando que antes era EPS. Murió matando a sus excompas con las tripas de fuera. A mí me entró lástima de que nos estábamos volando penca entre los mismos campesinos, los mismos hermanos. Esa gente era de Waslala, del Bocay y algunos de Managua”.
El bosque montañoso sufrió metamorfosis. Los seres humanos que luchaban por matar y sobrevivir quedaron envueltos en “humo y tucos de palo”. Gritos iban y venían. Únicamente los árboles protegían la carne. Según “Rojito”, fue un ataque a quemarropa, pero también pudieron matar a muchos del EPS. Tres décadas después, él calcula que dieron muerte a unos noventa sandinistas. El número es cuestionable, pero combates como ese abundaron en la Nicaragua rural de los ochenta.
Hoy, Juan Agustín Rizo es un hombre de 50 años. Es bajo, pelo canoso y teñido, de piel clara y hablar pausado. Cuando se exalta sus mejillas se tornan rosadas, pero él asegura que su apodo no es por ponerse “rojo como tomate”. Proviene de la bebida gaseosa Rojita, que le gusta beberla desde que era niño. Ahora no le guarda rencor a sus enemigos de guerra y casi habla con melancolía de aquellos años.
“En los ceses al fuego yo me miraba con los compas. ¡Verga, con los que nos volábamos penca! Y platicaba con ellos. ¿Por qué? Porque quería ver hasta dónde llegaba el Frente Sandinista. Si tenían huevos para enfrentarse con nosotros. Platicando con ellos los miré como personas que los tenían bien puestos, que eran buenos soldados… Sabe, a mí me gustaba enfrentarme. Me gustaba sentir el calor de las balas, del enemigo. Yo creo que con un arma me sentiría el mismo”. Se levanta, se lleva sus pertrechos militares y a los cinco minutos regresa vestido con la mochila, la chaqueta y el radio que usó hace treinta años.