Pese al tratamiento turbio y grotesco que las autoridades involucradas otorgaron al horrendo crimen de Las Jagüitas, hay algunas cosas imposibles de ocultar. Y hay otras que pueden ser inferidas con un razonable grado de confianza por cualquiera que se tome el trabajo de reflexionar y conozca antecedentes que son del dominio público.
Para empezar, es claro que quienes perpetraron la masacre no estaban por casualidad en ese sitio, a la vera de un camino desconocido, a una hora avanzada, y guardándose de ocultar su pertenencia a algún cuerpo armado estatal. Es obvio que estaban ahí en cumplimiento de una misión secreta.
Es también evidente que la disposición en L de las fuerzas en el terreno correspondía a la de una clásica emboscada de aniquilación; además, resulta sumamente difícil creer que la camioneta que frenó la fuga de las víctimas —de la que curiosamente nada se ha dicho, a quién pertenece o qué estaba haciendo en ese lugar— nada tenía que ver con esas fuerzas. Más difícil aún es digerir que un cuerpo de hombres armados, presuntamente bien entrenados, entrara en pánico ante un vehículo aislado, del cual no salía una sola bala; un vehículo que obvia, únicamente, intentaba librarse de algo que tenía todas las apariencias de un asalto. Y que estos hombres, perdido por el miedo el uso de la razón, creyeran estar defendiendo sus vidas cuando acribillaban a balazos a los infortunados ocupantes del vehículo en cuestión.
Es, pues, casi imposible escapar a la conclusión de que la emboscada —pues no otra cosa podía ser aquello— obedecía al premeditado propósito de exterminar a algún grupo de personas que, según informaciones que poseerían sus organizadores, eventualmente transitaría ese camino. Única explicación, se nos dijo que se trataba de capturar narcotraficantes.
Lo cual tendría mucho sentido, pues todos sabemos que la captura de narcos es un buen negocio, tanto por las posibilidades de apetitosas extorsiones que abre, como porque manda a Washington un apaciguador mensaje, el mismo que el monito gimnasta del cuento enviara al rey de la selva. Carece de sentido, a cambio, planificar y ejecutar su matanza, pues no es inteligente matar gallinas de huevos de oro, hoy en día cualquiera lo comprende.
Si se aceptan como razonables los argumentos hasta aquí expuestos, las ineludibles inferencias son: primero, que la infeliz familia cayó en una emboscada cuyo objetivo era aniquilar a ciertos bien seleccionados individuos; y luego, que esos individuos difícilmente podrían ser narcotraficantes, tantos y tan variados beneficios como ellos pueden aportar si se les respeta la vida; para completar el análisis tan solo queda pendiente la formulación de alguna hipótesis racional acerca de las presuntas ocupaciones de los sujetos que debían caer en la emboscada.
En una sociedad donde aquellos ciudadanos que, arrastrados por la desesperación y la cólera, apelan al recurso de las armas para defender la justicia, sus derechos, posesiones, dignidad y la soberanía de la patria, se ven prontamente estigmatizados por la dictadura de turno con el oprobioso mote de delincuentes a los que en consecuencia es preciso eliminar, no queda más que una interpretación realista, sensata, de los sucesos de Las Jagüitas: la desdichada familia cayó en una emboscada de exterminio que había sido tendida para acabar con gente a la que se presumía involucrada en algún alzamiento armado, para seguidamente tratar de hacerla pasar, bien por narcotraficantes caídos en combate con las autoridades, bien por víctimas de pasadas de cuenta entre mafias.
La ominosa presunción final: existen cuerpos organizados para ejecutar ese tipo de tareas. Mis nunca tardías condolencias a la familia Reyes Ramírez… y a Nicaragua.
El autor es presidente del partido de acción ciudadana.
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