El arte aspira a concretar la valoración: conocimiento y comprensión. Antes de leer la novela de Thomas Mann El Doktor Faustus, basada en la biografía de Adrián Leverkuhn, nunca imaginé que el protagonista sería un músico genial con las credenciales que fueron puestas en la inmortalidad a los compositores de la estirpe alemana.
A través de investigación propia de la curiosidad, recurrí a las opiniones provocadas por los lectores de aquella época. Para algunos por las coincidencias, Mann había escrito, mitad ficción y mitad realidad, sobre el polémico dodecafónico Arnold Schonberg, un compositor reacio a vestirse con las galas sedosas de la melodía que le da bienvenida a la compresión y al conocimiento instantáneo.
Pero Arnold tenía ciertas similitudes con Adrián en el concepto sobre el cromatismo. La semejanza produjo extremos tan desafiantes que los familiares de Schonberg acusaron al escritor de haber deformado la personalidad de su deudo muy a pesar de que este fue cuestionado por los puristas, quienes frontalmente lo pusieron en la grada contra los tonos.
No todo quedó en las suspicacias en el entorno, sobre si la legitimidad era o no consentida. Lo cierto es que con el correr de los años el misterio fue tomado como una fantasía. Ese efecto asombrosamente persuasivo impuso la creencia indubitable del género de la novela con más aprieto en la música.
Estará siempre coqueteando con la realidad. Historia o novela, la versión es trascendente. Lea a Thomas Mann y se va a sorprender hasta el extremo de poner el oído para escuchar cada una de sus páginas llenas de música.
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