Pesadas nubes negras se ciernen de nuevo sobre la vida de las comunidades hispanoamericanas. Aunque el aciago recuerdo de la atroz represión de las últimas dictaduras civiles y militares todavía no se han desvanecido enteramente, en la mayor parte de los países del subcontinente han vuelto a germinar ahora sistemas políticos de manifiesta inspiración totalitaria. En Cuba, la despiadada dictadura de los hermanos Castro sustenta desde hace más de medio siglo un régimen que sobrevive merced a una brutal represión y a una desvergonzada mendicidad (Unión Soviética, Venezuela).
El rastrero pragmatismo de Obama acaba de dar un ósculo de paz a este régimen criminal. Por desgracia, las venenosas raíces de esta inhumana concepción se han propagado a otros países hispanoamericanos. Por doquier advienen al gobierno personas y agrupaciones políticas que recurren a idénticas o semejantes trapacerías de las que hacen uso los “revolucionarios” cubanos para perpetuarse en el poder. En la Argentina, una mujer corrupta hasta el tuétano, aspira apasionadamente a perpetuarse en el mando (“Cristina eterna”) con la solícita asistencia de antiguos terroristas y la domesticación del parlamento y de la justicia.
En Bolivia, Evo Morales con su Movimiento al Socialismo conquista legalmente el poder, pero apenas instalado en él se lanza a la tarea de blindarlo para impedir todo cambio, sin importarle mucho si eso exige la comisión de delitos de sangre o medidas represivas.
La misma propensión a una superestimación personal, producto sin duda de una morbosa egolatría, la encontramos en Rafael Correa (Ecuador). En Nicaragua, Daniel Ortega se ha lanzado con empeño a la tarea de restablecer —en su beneficio— el imperio de Somoza, al que había combatido en nombre de la revolución sandinista al precio del sacrificio de la vida de miles de humildes ciudadanos nicaragüenses.
Hoy la vida pública en Nicaragua se desarrolla en función de los intereses de la familia, como si fuera un feudo personal, con el más completo desprecio de las normas constitucionales y de la reglamentación electoral.
Mas el broche de oro de la hórrida cadena de países constreñidos a profesar la fe totalitaria lo constituye indudablemente Venezuela. Como todos los demás revolucionarios marxistas, el fundador de la llamada Revolución Bolivariana del Siglo XXI vino con el generoso propósito de quedarse para siempre en el gobierno, sin importarle los sacrificios que eso requiriera, porque se consideraba como la persona ungida por las leyes de la naturaleza para completar la obra liberadora de Bolívar, ahora con la inspiración de Marx y a la luz de las “gloriosas” conquistas de la revolución cubana.
La muerte cercenó sus sueños. Detrás quedó un país que ha dilapidado las ricas vetas del oro negro y una población empobrecida y hambrienta en el que las hordas armadas por el gobierno persiguen y asesinan salvajemente a disidentes.
Es verdad que estos crímenes resultan irrisorios si se los compara con los millones de seres humanos asesinados por Stalin, Mao o Hitler, pero son suficientes para contener el afán de vida en libertad y en paz. A pesar de este sombrío panorama no hay que desesperar sin embargo. Es seguro que Hispanoamérica podrá superar esta ola de paranoico terror político.
Mas eso requiere que el natural sentimiento de libertad y de justicia se ensamble en una fuerza de resistencia liberadora. La auténtica revolución, respetuosa de la dignidad humana, es incompatible con la esclavitud que pretenden imponer los fanáticos del poder total del Estado. El autor es catedrático emérito de filosofía de la universidad técnica de berlín.
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