El sandinismo ha sido tradicionalmente violento. Lo lleva en el DNA de su cultura política. Por eso no deben sorprender las agresiones perpetradas por algunos de sus militantes contra participantes de la marcha anti-canalera. Muchos podrán vestir camisetas que dicen amor y agitar banderas de paz al compás de músicas dulzonas. Pero tras esa cobertura de oveja hay fieras.
Lo explican las raíces históricas del Frente. En ellas está Sandino, hombre violento en extremo, la ideología marxista leninista, inspiradora de los regímenes de fuerza más feroces del siglo XX, y la lucha armada contra Somoza, que cimentó aún más el culto a la fuerza.
Eventos providenciales, como el derrumbe mundial del comunismo, obligaron al Frente a conceder elecciones y a entrar al juego democrático. Pero fue algo que lo tomó de sorpresa obligándolo a un ajuste difícil e incómodo.
Convertida en oposición, su militancia siguió practicando la violencia de las asonadas y las turbas. Los sectores particularmente afines al Frente, como el movimiento universitario y los mineros de la Mina El Limón, exhibieron —y siguen exhibiendo— esa cultura: piedras, morterazos, golpes. O la intolerancia agresiva contra el disidente, como cuando impidieron hablar a Dora María Téllez en el recinto de la UNAN- León, tirándole agua sucia.
¿Renunciará alguna vez la dirigencia del Frente al uso de la violencia como arma política? Es difícil, mas no imposible. Ortega y su FSLN conservan mucho de los viejos vicios: autoritarismo, desprecio a la ley, y búsqueda afanosa de amasar poder. Pero han tenido ciertas aperturas o cambios importantes que merecen destacarse y alentarse
Ortega abandonó la retórica de la lucha de clases —en la que sigue empecinado Maduro— y tendió la mano al sector privado. En contraste con las confrontaciones de la década de los ochenta, ha cultivado con el empresariado el diálogo y la búsqueda de consensos. Y ha cosechado los frutos: un mejor clima de negocios, inversiones y crecimiento moderado. También abandonó su hostilidad hacia Estados Unidos, se abrió al tratado de libre comercio, y adoptó prácticas antes consideradas neoliberales, como el libre cambio y la estabilidad monetaria. No lo ha hecho necesariamente por bueno o por malo, sino porque ha tenido la inteligencia —a diferencia de los chavistas— de ver que funciona.
¿Podrá el orteguismo dar un paso más y abandonar también el recurso al garrote? La forma en que usó la fuerza para impedir el paso de los campesinos opuestos al proyecto canalero, y la brutalidad de sus motorizados para castigar a los rezagados, invitan al pesimismo. Pero podría albergarse también la esperanza de que así como la pareja gobernante supo ver las ventajas de dialogar con el Cosep, tenga la inteligencia de hacerlo con el resto del país.
Imaginemos por un instante que en lugar de impedir el paso a millares de campesinos que volvieron asoleados, frustrados y arrechos, hubiesen permitido que llegasen hasta la Asamblea Nacional, y que allí los hubiese recibido Ortega en persona, o doña Rosario, con refrescos y una mesa de diálogo, para escuchar sus temores y calmar ansiedades. ¿No hubiese cambiado drásticamente la dinámica del país? ¿No hubiese sido una demostración de auténtica solidaridad y cristianismo? ¿No hubiese incluso convertido muchos odios en simpatías?
El sandinismo ha sido violento. Pero puede evolucionar más y dejar de serlo. Es cuestión de inteligencia; de saber escoger entre dos caminos: el del diálogo y la paz, cuyos frutos dulces conocemos, y el de la represión y la violencia, cuyos frutos amargos también hemos probado de sobra.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación.