En los últimos cincuenta años la premisa que ha ido tomando fuerza es la de que el matrimonio es un mero proceso burocrático o, como le escuché, con desencanto, a un profesor universitario, “copular bajo la ley”.
Luego de algunos años saliendo con alguien, el irse a vivir juntos parece ser la opción más natural para la llamada generación del milenio o “millenials”, siendo ese un paso previo al matrimonio o como una alternativa definitiva a ese.
Para esta generación de jóvenes el concepto de matrimonio es ambiguo, la tasa de rupturas (por divorcio legal o separación) es altísima y se le suman variables de tipo económico y familiar.
Fuera de entrar al debate sobre el origen de la institución familiar, de la importancia de políticas dirigidas al fortalecimiento de la familia o del matrimonio en el siglo XXI, prefiero centrarme en hablar de compromiso, cohabitación y ¿vale la pena vivir juntos para probar?
La cohabitación no es un término unívoco, no se refiere sencillamente a un vivir juntos, puede darse en distintos grados y circunstancias. Puede hablarse incluso de una cohabitación total, parcial y hasta ocasional.
Para profundizar en el tema de cohabitación, algunos especialistas lo definen como “parejas que mantienen relaciones sexuales, no están casados y comparten vivienda”.
Surge la cuestión: ¿lleva la cohabitación previa al matrimonio a una unión más sólida y estable? Y cuando la cohabitación no contempla el matrimonio ¿lleva esa convivencia a formar una familia más sana y feliz?
Veamos algunos datos. En un estudio reciente se afirma que en los Estados Unidos (EE.UU.) el 85 por ciento de las personas que se casan por primera vez ya habían vivido juntas. Ese dato contrasta con que el 75 por ciento de rupturas se da en parejas que decidieron vivir juntos con posibilidad de eventual matrimonio, también en los EE.UU.
Hay diferentes razones que alegan los que eligen la cohabitación: pasar más tiempo juntos, ahorro de dinero, ver si la relación funciona. Además de la facilidad que da para romper la relación comparada con un divorcio. En el fondo es un “no me interesa tanto este producto para comprarlo, mejor voy a probarlo durante algún tiempo y si luego me canso lo devuelvo o busco una opción mejor”.
A pesar de que la cohabitación parezca razonable, parte de un proceso lógico de gradualidad en la relación, estudios recientes difieren. Según el National Center for Health Statistics, en los EE.UU. hay solo 54 por ciento de posibilidades de llegar a celebrar el décimo aniversario de bodas, cuando hubo cohabitación previa. Mientras que, cuando no hubo cohabitación previa, hay 67 por ciento de posibilidades de llegar a diez años de casados.
Según otro estudio, la cohabitación parece aumentar que la pareja experimente infelicidad, violencia, infidelidad, sensación de conflicto habitual y separación. Un reconocido académico de la Western Washington University definió cohabitación como “uno de los predictores más seguros de la disolución matrimonial”. Junto a estos, se suman la afectación y sentido de inestabilidad que experimentan los hijos en estas familias.
Por otro lado, algunos estudios demuestran que los hombres casados ganan entre un 10 y 40 por ciento más que los solteros que cohabitan. Además, de que los hijos de padres divorciados o separados tienden con facilidad al fracaso escolar, a adicciones, a depresión y, sobre todo, a repetir el padrón de sus padres para escoger a sus parejas.
Pero entonces, ¿me voy a vivir con ella? Depende. ¿La querés para que sea tu compañera para siempre y tener una familiar juntos o la querés para probar?
El autor es consultor en Educación