La roconola de don José A. Beroy, mejor conocido como “el chele Beroy”, se escucha a lo lejos interrumpiendo el silencio de los lugareños: “Los aretes que le faltan a la luna los tengo guardados…”
Mesas y cuarterías, guaro pelón, risas, luces, lentejuelas, zapatos de tacón embadurnan la noche de placeres y pecados. El único lugar donde algunos pobladores, después de un largo día aburrido y cansado, llegan a relajar el pensamiento y la lujuria.
El chele Beroy, sentado en la butaca a un lado de la puerta, invita a pasar a los visitantes, no deja pasar a los chavalos porque si el teniente Molina lo agarra con cipotes adentro, le cierra el putal más antiguo del pueblo.
“Lugar pecaminoso” dicen que las mujeres con las bocas rojas y las medias de maya negra seducen a cualquiera en el baile de cabaret, los maridos se confiesan en la misa del domingo, para colgar nuevamente sus pecados en la semana.
La Conga Roja se ubicaba en el intestino del pueblo, allá por el charquito del río Tecomapa. Su propietario había traído mujeres lindas, meretrices resentidas de algún modo, de la vida alegre como las nombraban las señoras de gran reputación, nunca dijo el chele Beroy, cómo hacía para conseguirlas, venían como cargamento de contrabando, las traía entrando la noche para no causar revolución entre los bien renombrados señores y señoras de prestigio moral, aunque algunos clientes, ya eran fijos en el llamado lugar de perdición. Nunca se la cerraron porque el chele Beroy tenía bien claritos los nombres de maridos que ocupaban cargos públicos, y bien que sabía complacer el gusto de clientes exigentes en asuntos de amores.
Me cuenta un viejo cliente que ahora no voy a mencionar, que las mujeres las traían de Chinandega, León, Estelí, y en aquellos tiempos eran bien pagadas. Una vez al mes las llevaban al centro de salud y ese día que las meretrices llegaban, no se atendía solo a ellas, que eran mal vistas por la sociedad aunque en el fondo los maridos tragaran grueso, de puro gusto y recuerdos nocturnos al verlas en la calle.
Un momento de acompañamiento y fantasías costaba 20 pesos que en aquellos tiempos equivalía a mucho dinero, así fue que hizo dinero el chele Beroy, a costa del sudor ajeno.
La Conga Roja abría a partir de las 8 de la noche, y como en el pueblo la luz eléctrica la vendía un tal Adán Quintana, a las diez exactamente, se iba el servicio eléctrico, los hombres aprovechaban la oscuridad del pueblo para regresar a sus hogares sin arrepentimientos.
Hasta 1950, la Conga dejó de funcionar, dada la muerte de su dueño, nadie quiso seguir la tradición del viejo pregonador de amores prohibidos.
Algunas mujeres, trabajadoras del antiguo lugar se quedaron en el pueblo bien casadas y en hogares estables, lejos quedó el recuerdo de un lugar que en las sombras invitaba al amor de cabaret, entre ellas imagino a una que todavía es bonita y con aires de otros horizontes, recordando la roconola y el humo de cantina, sonríe…
“Los aretes que le faltan a la luna, los tengo guardados en el fondo del mar”.