Sucedió hace 26 años y cambió el mundo. Fue la caída del Muro de Berlín, acontecimiento que selló prácticamente el fin del comunismo, un sistema donde el proletariado estaba oficialmente en el poder, construyendo un socialismo sin explotación e injusticias, pero que no podía subsistir sin amurallarse.
Esta extraña paradoja se puso en evidencia con la construcción del muro en 1961, formidable barrera que junto con alambradas, campos minados y torretas con ametralladoras, sellaba completamente toda la frontera entre Alemania del Este (socialista) y la Alemania Federal (capitalista).
Era algo totalmente novedoso. Como observara sagazmente Montaner, en la historia de la humanidad los imperios han construido murallas, siendo la más emblemática la gran Muralla China. Pero todas ellas para protegerse de atacantes externos. La de Berlín era la primera que se construía para evitar la fuga de sus ciudadanos. 270 personas murieron tratando de atravesarla hacia occidente. Ninguna en sentido contrario.
No fue solo Alemania. Todos los países comunistas de Europa construyeron muy temprano barreras infranqueables que partieron el continente por la mitad, desde el Báltico hasta el Adriático, constituyendo el famoso Telón de Acero. Sus ciudadanos debían resignarse a no salir jamás del paraíso. Tampoco tenían derecho a expresar sus descontentos. Policías políticas omnipresentes los mantenían a raya.
La súbita apertura del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, producto de la descomposición interna del sistema y del menos publicitado derrumbe de la valla entre Hungría y Austria, era abrir un agujero en el dique principal. Nada podría contener ya la hemorragia emigratoria y por tanto el sistema no podía sobrevivir. Y así fue. Uno tras otros los gobiernos comunistas sucumbieron con pasmosa rapidez.
¿No eran estas murallas evidencia demoledora del fracaso del comunismo? Lo curioso es que la fe en dicho credo, haya sobrevivido en presencia de ellas —y otras señales— varias décadas, y llegado a cautivar la mente de innumerables intelectuales, poetas y políticos del resto del mundo.
El fundador del FSLN, Carlos Fonseca, tras visitar la URSS escribió un librito titulado Un nicaragüense en Moscú , en que narraba con ferviente candor juvenil las bellezas del sistema comunista. Fidel Castro lo impondría después en Cuba. Su revolución inspiraría muchos otros movimientos y revoluciones —entre ella la nicaragüense de 1979— y poemas y declaraciones elogiosas de escritores como Neruda, Gabo, Sartre y un ejército de personalidades “progresistas”, incluyendo clérigos como fray Beto y muchos teólogos de la liberación.
Confieso, con cierto rubor, que por un tiempo yo fui también parte del coro de dichos creyentes. Con el agravante de que pasé por el Muro de Berlín en 1969, y me las ingenié para negar lo obvio. Me costó. Cuando vi las caras de los pasajeros del metro en el Berlín comunista —las más tristes que había visto en mi vida— tuve que decirme a mí mismo que posiblemente mi visión estaba distorsionada por mis anteriores lecturas reaccionarias. No era un argumento convincente, pero me aferré a él como un náufrago. No quería admitir lo que contradecía mi credo político. No fue hasta más tarde que con la gracia de Dios abrí los ojos.
Esa propensión a la ceguera intelectual es uno de los signos trágicos de nuestra naturaleza humana. La teología católica lo explica como una de las consecuencias del pecado original. La razón, ese precioso don, quedó debilitada, y en vez de ser instrumento para conocer la verdad puede convertirse en instrumento para negarla o distorsionarla en función de nuestras pasiones o preferencias. El Muro de Berlín es tanto un testimonio de la opresión del comunismo como de la fragilidad de la razón humana.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación.