Una inmensa mayoría —me atrevo a decir— de los nicaragüenses, angustiosamente exigen algo a lo que, un tanto ambiguamente, llaman unidad opositora. Y, cansados de esperar, una buena parte de ellos afirma, contradictoriamente, que la oposición no existe. Colérica reacción generada por una extendida y simplista percepción acerca de que es la ansiada unidad, y cuál es el camino para alcanzarla. Parece que usualmente se concibe esta como un entendimiento entre las “cúpulas” de ciertas organizaciones políticas a las que se denomina “partidos grandes”, basado en acuerdos para enfrentar al pretendido o real enemigo común y distribuir candidaturas.
Esta concepción pasa por alto varios hechos. Primero, en la práctica nicaragüense los partidos políticos se han vuelto “grandes”, desde el punto de vista del número de sus presuntos seguidores, cuando han disfrutado de una cuota importante del poder político, usual, pero no necesariamente, la mayor. Característica fundamental de esos partidos ha sido el que sus miembros obedecen ciegamente los dictados de algún personaje que, típicamente, otorga el usufructo de alguna porción del poder a útiles grupúsculos zancudiles. Luego, uno observa que no han sido ideologías políticas, sus máscaras, el aglutinante de estos partidos “grandes”, sino que beneficios de toda índole, los premios del amo a fieles servidores.
Por eso, cuando el poder de un partido “grande” disminuye drásticamente, no le toma mucho tiempo el reducirse a nostálgicas “cúpulas”, tanto más carentes de carne y futuro cuanto más ingratos recuerdos dejaron. A propósito, ojalá no haya en la MUD quienes, ambiciosos o acobardados, regalen la victoria, eviten el colapso del chavismo, como aquí se evitó el del orteguismo…
Estas reflexiones evidencian que nuestro problema no consiste en unificar anoréxicas “cúpulas”, sino en revivir la moral, decisión y confianza que cundieron entre la ciudadanía cuando en tres ocasiones votó, unida y sin miedo, pero infructuosamente, contra sus verdugos. Tarea es esta que aguarda a quienes, empeñados en demoler el oprobioso sistema orteguista, sueñan con construir, más temprano que tarde, una Nicaragua libre de corruptos sujetos que, irrespetuosos de la dignidad y derechos de los ciudadanos, usando impúdicamente el poder usurpado, anhelan convertirlos en una manada de temerosos, suplicantes, y hasta agradecidos borregos. Una Nicaragua que disfrute de bonanza moral, espiritual, material y científica.
Para lograr ese despertar es preciso enarbolar, por estandartes, algunas sentidas aspiraciones populares, imposible mencionarlas todas aquí. Unas pocas: la derogación de la infame “ley” 840; el cese del saqueo perpetrado con la venta de la energía eléctrica y los hidrocarburos; la lucha frontal contra la corrupción, hidra de múltiples cabezas que produce enriquecimientos desmesurados, salarios y pensiones propios de países ricos, millones de pobres, y abusos de todo tipo contra la ciudadanía, notoriamente los crímenes que se cometen contra las etnias del Caribe y sus recursos naturales… Desde luego, imposible no implantar la absoluta no reelección presidencial; la dignificación material y moral del magisterio, para atraer a la docencia a nuestros más brillantes jóvenes; la tecnificación agropecuaria; y el cumplimiento realista de los compromisos contraídos con los desmovilizados de ambos bandos de la guerra de los ochenta.
Y en aras de la imprescindible credibilidad, estos estandartes no deben ondear en manos de gente que, corrupta, temerosa, o traicionera, pueda oportunistamente blandirlos… y pisotearlos tan pronto juzgaran que les conviene. Así evitaríamos dos posibles, funestos desenlaces: la instalación de una nueva maquinaria, tan o más perversa que la erradicada, el caso de 1979; o la sobrevivencia, fortalecido y disfrazado, del sistema que se quiso destruir, el caso de 1990. Cierto, no existe fórmula mágica que impida se cometan nuevos errores. Pero un paso adelante consiste en impulsar la participación popular en la selección de los candidatos que ocuparían la primera fila en el enfrentamiento contra la dictadura. Por medio de elecciones primarias interpartidarias.
Que acabaran con “los dedazos”, fuentes de corrupción, servilismo e incapacidad; facilitaran, fortaleciendo su credibilidad, la anhelada unificación; animaran y movilizaran a los votantes para que impusieran el respeto a su voto; y engendraran una Asamblea pluralista, independiente.
Sin la participación masiva, sabia, corajuda, de una ciudadanía plenamente consciente de los objetivos que persigue, a cuya cabeza se encuentre una dirigencia en la que confíe, no hay solución electoral. Ojalá la haya, la alternativa es pavorosa…
El autor es…