Algo no cuadra. Algo no es lógico. Si Ortega está convencido de su popularidad; si acierta la encuesta de M & R, al decir que lo respalda el 70 por ciento de la población, ¿por qué no hace los cambios necesarios en el poder electoral a fin de obtener una victoria, limpia e inobjetable, en los próximos comicios?
Es de sentido común: un triunfo electoral, avalado por un Consejo Supremo Electoral (CSE), creíble e independiente, y por una observación nacional e internacional, con similares cualidades, conferiría a Ortega una legitimidad extraordinaria. Atrás quedarían, olvidados o menguados, los pasados fraudes electorales, la amañada sentencia que declaró inconstitucional la prohibición constitucional de reelegirse, y la reforma constitucional que le abrió las puertas a la presidencia vitalicia. Se habría dado, además, un buen paso hacia la institucionalidad, asegurando el funcionamiento apropiado de un engranaje, tan vital para la democracia como son los comicios libres.
¿Qué entonces lo frena de decir, “voy a demostrar al mundo entero que ni yo ni mi partido necesitamos de fraude, pues somos la opción de la gran mayoría del pueblo”? ¿Por qué no lo hace, cuando de acuerdo con las encuestas, más del 80 por ciento de los nicaragüenses quieren elecciones confiables, supervisadas, y cuando los obispos se lo han solicitado reiteradamente?
No lo hace o no lo ha hecho. Cuando se dio la primera renuncia de un magistrado del CSE, Ortega tuvo la oportunidad de llenar la vacante con un candidato independiente. Pero no; propuso una militante fiel de su partido. Ahora, que se ha producido otra vacante, vuelve a surgir la expectativa de si al fin dará paso a uno de los candidatos propuestos por la oposición. Hacerlo no bastaría, ni mucho menos, para asegurar un poder electoral confiable, pero sería un paso esperanzador en la dirección correcta. Si no lo hace, estaría corroborando que no tiene la más mínima voluntad de dar alguna semblanza de mejoría en el sistema electoral. Lo que nos llevaría a las preguntas de antes: ¿por qué cierra una apertura tan conveniente?
Una primera, posible razón, es que no esté convencido de su popularidad; o que no haya superado el trauma de su inesperada derrota en las elecciones de 1990; que no quiera tomarse ningún riesgo. Otra posible razón es que busca asegurarse el control de más del 60 por ciento de la Asamblea, para no tener que negociar cambios y nombramientos con la oposición. Otra tercera posibilidad es la señalada recientemente por Fabián Medina, en LA PRENSA: que Ortega, en coherencia con declaraciones anteriores, no cree en la democracia representativa ni en el multipartidismo y que, por tanto, considera al sistema electoral como un andamiaje molesto y prescindible. Dicho con otras palabras: lo que busca Ortega es cimentar un sistema político sometido y sin fisuras, que le asegure su hegemonía y la de sus elegidos, por los siglos de los siglos. Y prefiere sacrificar algo de legitimidad, antes que poner su esquema autoritario en riesgo, por pequeño que este sea.
Cualquiera sea el origen de cualquier empecinamiento en dominar el poder electoral, este minaría la legitimidad de la familia gobernante al igual que su estatus o autoridad moral; pues quien roba votos, además de ser ladrón y corrupto, propina bofetadas de desprecio a la voluntad popular. Pondría además en riesgo el futuro. Porque si bien es cierto que esto puede tolerarse por un tiempo, como ocurrió con la dictadura somocista, cuando cesan los vientos de cola y cunde el descontento, se vuelve en un ingrediente muy peligroso para la paz social. ¡Cuántas veces lo hemos visto!
El autor fue ministro de Educación y rector de Ave María College.
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