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Mi buen Padre Dios

Cuantas veces leo la parábola del Hijo Pródigo, más admiro su enseñanza porque me descubre el corazón de Dios. Es la gran misericordia de mi buen Padre Dios, por encima de todos mis pecados.

Cuantas veces leo la parábola del Hijo Pródigo, más admiro su enseñanza porque me descubre el corazón de Dios. Es la gran misericordia de mi buen Padre Dios, por encima de todos mis pecados.

El Padre es el gran protagonista de la parábola. Mi buen Padre Dios solo sabe de amor y por ello de perdón y de misericordia.

Es verdad, ¡cómo no!, el Padre siente el dolor de la partida de su hijo, pero su corazón tiene siempre las puertas abiertas y, por ello, no deja de salir constantemente en su búsqueda.

Es verdad que el hijo, cuando vuelve, quizá no lo hizo porque estaba arrepentido sino porque estaba pasando demasiada hambre y los jornaleros de la casa de su Padre vivían mejor que él (Lc. 15,17).

El hijo, cuando se encuentra con el padre, quizá arrepentido de sus errores le expresa sencillamente: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; trátame como a uno de tus jornaleros” (Lc. 15,18-19).

Mi buen Padre, sin embargo, no descansa en la búsqueda de su hijo y, en una de esas permanentes búsquedas, le ve volver y sale corriendo a abrazarlo lleno de alegría.

Se lo come a besos (Lc. 15,20). No le echa en cara nada, ni le hace caso a las palabras que el hijo le dice (Lc. 15,21). No le pide al hijo que le explique por qué se fue de la casa, ni que le contara lo que había hecho con su vida.

Lo importante para el Padre Bueno era que su hijo ha vuelto y más nada. Por eso, le pone un vestido nuevo, lo viste de fiesta y le hace un fiestón porque “su hijo se había perdido y lo ha encontrado; se había muerto, y ha vuelto a la vida” (Lc. 15,24). Y es que Jesús sabe muy bien que su Padre, mi Padre es siempre Misericordia. Por eso, nada ni nadie podrá detenerle, ni el rechazo, ni los insultos (Lc. 15,1-2).

Mi buen Padre conoce lo que valgo, soy su hijo; por eso, cuando me alejo de Él, siempre sale en mi búsqueda, como lo hace con el hijo menor de la parábola (Lc. 15,20). Mi Padre Dios nunca me deja como perdido y sin solución. Siempre me brinda otra oportunidad, porque es solo amor y el amor es misericordia.

Mi vida está mezclada de éxitos y fracasos, de aciertos y errores. Los errores suelen salirme siempre bastante caros, como al hijo menor de la parábola: voy buscando por el mundo lo que el mundo es incapaz de darme. (Lc. 15,14-16). Voy mendigando una limosna, cuando tengo abundancia en la casa del Padre. (Lc. 15,17).

Esta es mi experiencia. Y al ver al hijo menor me doy cuenta que sus errores siguen siendo mis errores. Aprendo a vivir desde mis errores y caídas. Por eso, sé que a pesar de mis caídas y errores, mi buen Dios sigue siempre brindándome el perdón y esperando que vuelva a casa. (Lc. 15,18-20). Estoy consciente que puedo gozar de la fiesta de la reconciliación, de la vuelta a la vida a la casa del Padre. Solo necesito tener el valor del hijo menor de la parábola y decirle con toda sinceridad: “Voy a volver a la casa de mi Padre” (Lc. 15,18).

La alegría de la vuelta y del abrazo con el Padre y los hermanos me harán olvidar las tristezas y amarguras del pasado de una vida malgastada. En la casa del Padre “siempre hay más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan de conversión” (Lc. 15,7.10).

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