Importante seguro. Decisiva tal vez. Es la visita del afamado organismo de observación electoral, el Centro Carter, quien ha venido a Nicaragua para ofertar sus servicios en las próximas elecciones de noviembre. La gran pregunta es: ¿aceptará Ortega este tipo de observación?
Fundado por el expresidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, en 1982, el Centro Carter se ha labrado una reputación incuestionable como observador internacional, profesional y objetivo. Hasta ahora ha participado en más de 101 elecciones alrededor del mundo. Sería ideal, evidentemente, que Nicaragua se añada a la lista. Pero esto requieren ciertas condiciones: la primera, es que el Centro sea invitado por el Gobierno, en concreto por el Consejo Supremo Electoral (CSE). La segunda, es que el Gobierno acepte cumplir con las normas universales de observación electoral que las Naciones Unidas establecieron en 2005; entre ellas: que los observadores tengan acceso, sin límites, a todo el proceso e instituciones involucradas en él, y que tengan derecho a pronunciarse y comentar libremente sobre las calidades o deficiencias del mismo.
Todavía hay algo más: organismos observadores serios, como el Centro Carter requieren, para realizar su labor, instalar en el país anfitrión un equipo de expertos con meses de antelación. Porque su misión no es realizar turismo electoral, ni acompañamientos superficiales, sino observación cabal y a fondo.
Este viernes recién pasado los representantes del Centro Carter se reunirían con el presidente del CSE, Roberto Rivas, y otros funcionarios del Estado. Tras presentar su propuesta, la pelota, como decimos en el argot popular, está completamente en manos del Gobierno: este decidirá si acepta o rechaza que el próximo proceso electoral se abra al tipo de observación, profesional y sin restricciones, como la que desea realizar el Centro Carter. La decisión que tome tendrá tremendas consecuencias.
Aceptar la observación demostraría que el Gobierno no teme abrirse al escrutinio y que posiblemente intenta efectuar comicios libres y transparentes. Apuntalaría además la legitimidad de quien resulte electo y abonaría a la paz social. Rechazarla, por el contrario, demostraría precisamente lo opuesto: que el Gobierno sigue planeando trampas y mentiras, y que no piensa reconocer u honrar la voluntad del pueblo nicaragüense. Esto opacaría fuertemente la legitimidad del triunfador, por muchos que sean sus votos, y sería una invitación a las alternativas violentas.
El gobierno —léase, Ortega— no tiene argumento alguno para rechazar la propuesta del Centro Carter. ¿Qué razón podrá esgrimir para negar que una organización con credenciales impecables sea testigo de la calidad de nuestros comicios? Las socorridas excusas de la soberanía, o del rechazo al injerencismo, resultarían absurdas después de que el gobierno sandinista aceptó, en 1990, la observación de la OEA y múltiples organismos. Igual de pueril sería alegar que tenemos suficiente fiscalización nacional para garantizar buenos resultados. Porque si es así, ¿en qué perjudica que otros observen y den fe de nuestras maravillas?
Es de esperar, que por su propio bien y el del país, el Gobierno, como lo han hecho centenares de otras naciones, acepte esta observación. Y que lo haga pronto. No responder es responder. Si para julio o agosto no hay noticias al respecto, habría que concluir que el Gobierno no quiere atreverse a dar un paso tan importante hacia la honestidad y la paz.
El Gobierno está, pues, ante una decisión muy importante, que arrojará luz definitiva sobre sus propósitos y su moral.
El autor fue ministro de Educación en el gobierno de doña Violeta.
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