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Gabriel Álvarez Argüello

¿Golpe a la democracia en Brasil?

Brasil se encuentra sumido en una profunda crisis. Su economía se estancó en 2014 y se contrajo 3.8 por ciento en 2015. El desempleo subió a 9.5 por ciento y los salarios cayeron 2.4 por ciento. Ambos indicadores están supuestos a mantenerse a la baja en 2016.

Esta difícil situación económica sirve de telón de fondo a la crisis política. Uno de los mayores escándalos de corrupción atraviesa, al parecer, a todos los partidos políticos, tiene tras las rejas o procesados a connotados líderes empresariales y al propio Lula da Silva tratando de sortear severos señalamientos en su contra. Los brasileños expresan su hastío en multitudinarias manifestaciones y la presidenta Dilma Rousseff, cuya popularidad está por los suelos, enfrenta un proceso de destitución en el Congreso. Rousseff y Lula exclaman que se trata de un golpe a la democracia.

La Constitución brasileña fundamenta suficientemente el impeachment contra la presidenta, pero, al margen de este concreto debate jurídico, quiero referirme a las concepciones sobre las relaciones entre el Estado de Derecho y la democracia que subyacen en tal debate y que pueden extrapolarse a toda la región.

Efectivamente, los llamados populismos de izquierda que, a partir de 1999 con Hugo Chávez en Venezuela, venían marcando la pauta en Latinoamérica, tienen una concepción, real o fingida, que les ha permitido utilizar los instrumentos del Estado democrático para llegar al poder y, una vez instalados ahí, acometer la destrucción del Estado de Derecho.

Esa es la concepción básica en la sentencia que permitió la reelección al comandante Daniel Ortega y que explica el sometimiento de todas las instituciones del Estado a su voluntad todopoderosa y a la de su esposa Rosario Murillo. Esa es la concepción que utiliza el presidente venezolano Nicolás Maduro cuando quiere vaciar de contenido a la Constitución bolivariana y dejar pintada en la pared a la asamblea legislativa. Esa es la concepción del presidente Evo Morales que se expresa en su estupefacta incomprensión del NO que le espetó el pueblo boliviano a su reelección. Y esa fue la concepción del expresidente de Honduras, Manuel Zelaya, cuando quiso dejar un reguero de instituciones en el camino a su reelección.

Sin embargo, Estado de Derecho y Estado Democrático son nociones inseparables para la comprensión de los Estados democráticos contemporáneos. El concepto de Estado Democrático de Derecho se fue precisando paulatinamente en un proceso donde pueden distinguirse tres momentos.

El primero corresponde a los orígenes del Estado constitucional, cuando prevalece la lucha por la limitación de este mediante la utilización de principios jurídicos. El segundo se sigue moviendo en el ámbito del control del Estado pero extendiéndolo al control jurídico de la administración pública, dando origen a la jurisdicción contencioso-administrativa. En la última fase el problema del Estado de Derecho pasa a ser el de la legitimación democrática del Estado.

Estado de Derecho y Estado Democrático se convierten a partir de este momento en términos idénticos. Un Estado que no sea democrático es, por definición, un Estado que no es de derecho; y un Estado que no respeta la supremacía constitucional y la independencia de los poderes es, más o menos maquillada, una burda dictadura. Como diría Kelsen, el dominio de la mayoría sobre la minoría solo es legítimo en la medida en que se ejerce jurídicamente.

No presidenta Rousseff. No expresidente Lula. No se trata de un golpe a la democracia. No presidentes Maduro, Morales y Correa. No comandante Ortega. No pueden seguir utilizando como pretexto a la democracia para sus desvaríos y arbitrariedades que solo se explican por su afán desmedido de poder perpetuo.

El autor es Profesor de Derecho Constitucional

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