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Lourdes Chamorro César

Me suicidaron

“No llores si me amas,/ ¡si conocieras el don de Dios y lo que es el cielo!” San Agustín de Hipona.

A mi pequeño hijo, a mi mamita y papito, a mi hermano. A mis tíos y familiares, amigos y amigas. A ustedes todos que me aman y que inconsolable me han llorado desde que “me suicidaron”:

Los ángeles me esperaban en la Puerta Grande. Al abrirse esta, un resplandor cegó la mirada mía que traía desde la tierra, pero en un instante me acostumbré a ello y con claridad pude distinguir aquel lugar. ¡Estás en el cielo, María Angélica! me dije. Vi los rostros de quienes me antecedieron, que se asomaban sonrientes a través de aquellas blancas alas. Los reconocí y una inmensa felicidad me invadió el alma que a pesar de lo que me hicieron, quedó intacta.

El espacio que se abrió ante mí era tan sublime, tan infinito, tan alegre, tan verde, tan dorado, que supe en el mismo instante que el cielo estaba de fiesta y mágicamente supe también que era por mi llegada. Una inmensa paz me invadió, al sentirme acogida y cobijada. Me sentí protegida y realicé que pronto estaría disfrutando de ver el hermoso rostro de Dios y supe que ya nadie podría “suicidarme nunca más”.

Aún conservando mi femenina coquetería terrenal, repasé mi atuendo. Me di cuenta que no estaba apropiadamente vestida para ir a una fiesta. Llegué el 22 de marzo del 2016 en mi pijama; un short y una camiseta, los cuales vestía cuando me encontraron. Luego volví la mirada a la tierra y me vi con un vestido blanco, dormida en un extraño y álgido ataúd. Quise cambiarme de ropa y ponerme ese vestido, pero no; ese tampoco era apropiado. Cerrado hasta el cuello, de mangas largas y muy sobrio. Claro, tenía que ser así para esconder los vestigios de la violencia y crueldad a los que fui sometida. Tampoco hubiera escogido ese vestido para ir a una fiesta al cielo, me dije; ni a fiesta alguna en la tierra. ¡Era mi mortaja!

Pero la magia seguía desprendiéndose del resplandor y casi inmediatamente me despojó de la vanidad terrenal que traía y me sentí libre, liviana. Los ángeles me vistieron de ángel y me colocaron las más puras y blancas alas. Creí que me lastimarían al hacerlo, ya que los que “me suicidaron” me dejaron el cuerpo color púrpura, el rostro color púrpura y mis muñecas color púrpura y rasguñadas. Pero el gesto de los ángeles surtió el efecto de bálsamo milagroso y todo ese color púrpura desapareció, y entonces comprendí que esas alas serían mi nueva vestimenta.

Y recordé a San Agustín, a ese que mi papá tantas veces me hizo leer: “No llores por mí si me amas. ¡Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos; si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos los horizontes, los campos y los nuevos senderos que atravieso!”

Pero sé que es inevitable dejar de llorarme. Así es el asunto en la tierra. Mas si de algo sirve de consuelo, les cuento que nunca hubiera sido capaz de violentar los planes de Dios para mí, jamás hubiera dejado a mi hijito sin su madre. A mi madre sin su hija, a mi papito sin su niña bonita, a mi hermano sin su princesa, a mi familia, amigos y amigas sin mi sonrisa; jamás consideré morir antes de mi tiempo bajo el sol. Nunca estuvo en mi mente morir tan de repente, más que cuando Dios así lo dispusiera para mí. Jamás hubiera escogido aquel piso rígido y helado para desplomarme. Tampoco hubiera querido que me recordaran con esa última imagen de mi rostro señalado por la sofocación, sin mi sonrisa.

De haber querido conocer antes de tiempo el cielo, hubiera querido que fuese como el cuento de hadas de la Bella Durmiente. Ese cuento que de niña tanto me encantaba, y que antes de dormir, muchas veces me lo contaron. Me hubiera vestido de fiesta, con mi vestido negro que muy bien me asentaba, con mis aretes largos de oro de 14 quilates que mi mamá me regaló aquella Navidad.

Me hubiera pintado la boca con mi lipstick favorito y mis ojos… ¡ah, mis ojos!… esos ojos que a mi papito embrujaban, me los hubiera maquillado con mi nueva sombra “smoke naked” que tan de moda está y que muy bien me sienta con mi cabello color milpa. Hubiera calzado mis nuevos zapatos de tacón fino despuntados, los de la pequeña plataforma, que esa noche, antes de mi llegada al cielo le encargué a mi mamá, por si acaso se diera el caso de bailar. Y me hubiera cuidado mi cuello, mi garganta, por si acaso se diera el caso de que me invitaran a cantar. Y como la Bella

Durmiente, en mi mullida cama con mi almohada favorita, esperaría a mi Príncipe Azul para que me despertara con un amoroso beso; más no hubo Príncipe, no hubo beso ni despertar.

Y aunque mi voz ya no tiene tono, desde el cielo me asomo para contarles que hay un Dios al que he conocido. ¡Lo he visto! ¡Me ha abrazado! De Él es la última palabra y les aseguro que “los cielos declararán su justicia, porque Dios es el juez”. Salmos 50:6.

Y a mi pequeño niño, a mi adorado pedacito de sol, le digo que su mamita no hubiera sido capaz de dejarlo en esta tierra por su propia voluntad. Que su mamita no se suicidó ¡Me suicidaron!

La autora es escritora. Escrito En memoria de mi sobrina María Angélica Chamorro Peña.

Opinión Carta Lourdes Chamorro Me suicidaron archivo
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