Un signo del discípulo es ser pescador, y hoy más que nunca el “ser pescador de hombres”.
Cuando Jesús se aparece a los discípulos (Jn. 21,1-14) lo hace bajo el simbolismo de la pesca; les recuerda la misión a la que han sido llamados: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres” (Mc. 1,17),
Pero la misión de la Iglesia solo puede producir frutos, cuando se lleva a cabo en el nombre de Jesús; por eso, aunque este grupo de discípulos estuvieron toda la noche pescando, “esa noche no cogieron nada” (Jn. 21,3). ¡Echaban las redes en nombre propio! Sin embargo, cuando las redes las echaron en nombre de Jesús, “recogieron muchedumbre de peces… Ciento cincuenta y tres” (Jn. 21,8.11).
Y es que la labor de la Iglesia, —proclamar el mensaje de Jesús— solo puede llevarse a cabo en el nombre del mismo Jesús. El milagro del fruto de ser pescadores de hombres solo se podrá llevar a cabo, si echamos la red de nuestra labor eclesial en el nombre de Jesús (Jn. 21,6).
Cuando la Iglesia lleva a cabo su misión, en nombre propio, su labor está llamada al fracaso. Es en nombre de Jesús que la Iglesia debe cumplir y vivir siempre su misión, si quiere que se produzca el verdadero fruto que Jesús espera de nuestra labor.
Por otra parte, Jesús se dirige directamente a Pedro y le hace tres preguntas que le hacen recordar su triple negación ante el sanedrín (Mt. 26,69-75): “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?” (Jn. 21,15), “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn. 21,16). “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” (Jn. 21,17).
Y es que la misión que Jesús le va a dar a Pedro, el ponerse al servicio de los hombres y de cuantos en él crean, —sus corderos, sus ovejas— solo puede llevarse a cabo con amor y por amor. Solo puede ser auténtico hombre de fe quién sabe amar (Jn. 21,15-17). Lo propio del pastor es estar al servicio de las ovejas, como le dice Jesús a Pedro: “Apacienta mis corderos… Apacienta mis ovejas” (Jn. 21,15-17) .
Por ello la misión de la Iglesia es servir. Cuando los discípulos estaban peleando por poder, Jesús se les acerca y les dice: “Ustedes saben que los que se consideran jefes de las naciones, las gobiernan como si fueran sus dueños, y los que tienen algún puesto, hacen sentir su poder. Pero no sea así entre ustedes. Al contrario, el que quiera ser el más importante entre ustedes, que se haga el servidor de todos y el que quiera ser el primero, que se haga siervo de todos. Así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir” (Mc. 10,42-45).
Y ciertamente muchas veces en la historia hay quienes han dado mal ejemplo y testimonio, pero también hay muchos hombres y mujeres que sí han dado entrega y buen ejemplo: sacerdotes, religiosos, laicos, nuestros padres, abuelos. Mira cuánta gente en nuestro pueblo vive su fe de verdad.
Es una realidad que el poder es una tentación que siempre está ahí, y si no que nos lo digan nuestros políticos. Todos soñamos en ser más que los demás. A todos nos encantan las alturas. A todos nos agrada más ser servidos que servir.
El afán de poder lo llevamos en las entrañas; pero como decía Gabriela Mistral: “Servir no es tarea de seres inferiores. Dios, que da el fruto y la luz, sirve. Pudiera llamarse así: el que sirve”.
Dios es el que sirve porque Dios es amor y amar es servir. Por eso, el orgullo y alegría más grande que podemos tener en la vida, es ver que hemos sido útiles y hemos estado siempre al servicio de los demás. El orgullo de la Iglesia debe ser servir, estar siempre como Jesús le dijo a Pedro: “Apacienta mis corderos… Apacienta mis ovejas” (Jn. 21,15-17).
