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Humberto Belli Pereira

Premiar a los mejores

¿Qué pasaría si se eliminaran del sistema escolar los exámenes y se garantizase a sus alumnos su promoción automática? Posiblemente muchos —sobre todo los más flojos— saltarían de júbilo: adiós angustias; adiós noches de desvelo buscando ponerse al día. Pero después vendría el desplome brutal en los rendimientos académicos.

Similares reacciones habría en el mundo de los negocios. Si una agencia de venta de automóviles con cien vendedores, decidiese no llevar registro de sus ventas y pagar lo mismo a quien venda veinte en un mes que al que venda uno, ¿no aumentaría el número de vendedores perezosos y quebraría la empresa?

La moraleja es que el ser humano necesita de estímulos y presiones, internas o externas, para prosperar o dar lo mejor de sí. Los exámenes no son necesariamente gratos, pero sus efectos globales son positivos. Más aún, son imprescindibles: ¿se imagina usted otorgar una licencia de médico a quien nunca se le han medido sus conocimientos?

Pues todo esto, que es obvio y generalizado en casi todas las actividades humanas, curiosamente no opera en el área educativa, a pesar de ser una de las más importantes por sus consecuencias sobre la niñez y el futuro de las naciones. En Nicaragua, al igual que en muchos otros países latinoamericanos, no se evalúa ni premia el desempeño docente. Todos por igual, los muy buenos y los muy malos, reciben cada año el mismo incremento en función, exclusivamente, de sus años de servicio.

Como decía en mi artículo anterior, esta realidad, consagrada en las leyes de carrera docente, es uno de los factores que más pesan en la mediocridad que caracteriza nuestros sistemas educativos. Por eso concluía que una pieza indispensable de cualquier política para mejorar la educación, es implementar sistemas de evaluación del desempeño docente que tengan consecuencias: los que respondan mejor deben ser premiados con incrementos salariales significativos; los que se rezagan debe ser auxiliados con las correspondientes capacitaciones, y los comprobadamente reacios a mejorar deben ser separados.

Evaluar con propiedad y justicia es difícil mas no imposible. Uno de sus componentes más sencillos es la asistencia. Debe llevarse un registro público de la asistencia de cada docente, accesible a todos los padres de familia y con sus correspondientes rangos de excelente, bueno, regular e inaceptable. Otro componente son las pruebas de competencias directas dirigidas al docente. Estas pueden ser inicialmente muy simples: un profesor que no sabe redactar o lo hace plagado de faltas de ortografía, no puede enseñar gramática o lenguaje. Otro que no sabe calcular los metros cuadrados de un polígono o el porcentaje de incremento del precio de la gasolina en un año dado, no puede enseñar matemáticas. Luego está la evaluación indirecta del maestro que mide el progreso de sus alumnos a través de pruebas estandarizadas que ya existen.

Evaluar y premiar el desempeño docente exige mucha voluntad política. Los sindicatos magisteriales, al igual que los maestros indolentes, suelen oponerse rabiosamente al concepto de evaluación. Por eso pocos políticos lo incluyen dentro de sus plataformas o planes de nación. Pero es imperativo hacerlo, acompañándolo de otro complemento indispensable: la buena remuneración de los buenos.

Así como los aumentos salariales no mejoran la calidad docente, si no van acompañados de evaluaciones, así estas tampoco funcionan si el buen desempeño recibe un salario de hambre. Dignificar las remuneraciones del magisterio es indispensable para atraer y retener en la profesión a maestros de verdad. A buenos desempeños buenos premios. Obviamente esto requiere mucho dinero. ¿Cómo conseguirlo? No hay repuestas fáciles y si muchos obstáculos. Exploraremos estos y sus alternativas en la próxima entrega.

El autor fue ministro de Educación en el gobierno de doña Violeta.
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