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Fernando Bárcenas

Muerte accidental de un campesino torturado

El campesino Andrés Cerrato narró a los medios independientes que miembros del Ejército incursionaron en su casa el 5 de marzo, y le advirtieron, poniéndole una pistola en la boca, que le matarían si salía a reunirse con los rearmados que transitan por esas montañas. Un mes después de su declaración a LA PRENSA, la madrugada del 18 de abril, a cinco kilómetros de su propiedad de cien manzanas de tierra, se le encuentra ejecutado cruelmente en San Martín de Daca, luego de otra incursión en su casa a la una de la madrugada, cuando un grupo militar le lleva secuestrado frente a su esposa y a dos de sus hijos. El cadáver muestra la lengua cortada, los huesos de ambos brazos rotos, la yugular cercenada, la tibia y el peroné de la pierna derecha destrozados, y una profunda estocada corto punzante en el abdomen, en el punto epigástrico.

El gobierno guarda silencio y, en ese lenguaje arrogante y mudo, se incrimina advertidamente como poder impune.

Esa saña repetida da para morir varias veces de forma atroz. El forense, entre tantas causas, tiene l’embarras du choix, la complejidad de determinar cuál de ellas, en una carrera competitiva, fue la que primera precipitó la muerte. Ello revela una crueldad inhumana, una vocación sanguinaria estimulada dentro de una institución que se ha deformado, y que actúa fuera de un comportamiento honorable con un prisionero indefenso. O es un mensaje macabro para el resto de campesinos, un recado tenebroso que calculadamente pone los términos de la contradicción política en un nivel de ferocidad bestial.

Pero, ambas alternativas son posibles de forma concomitante cuando el régimen político comienza a transparentar bajo la máscara de legalidad el rostro del gorilato militar. Ese rostro represivo al margen de la ley que es señal de un aislamiento progresivo; de modo, que la política gubernamental, incapaz de adoptar sus propios medios, recurre, por ineptitud, a los métodos salvajes de la guerra.

Quienes ahora tenemos una edad avanzada nos criamos bajo la amenaza de una dictadura selectivamente terrible. Me enteré, de niño, que los jefes de la revuelta de abril de 1954 fueron torturados por Somoza Debayle mismo. A los 6 años de edad supe que Somoza puso el pie en el pecho de Adolfo Báez Bone y, con ese apoyo, tiró con fuerza para cercenarle la lengua. Báez Bone yacía amarrado, de espaldas, desnudo, en un gesto dramático de extremo desprecio hacia el cobarde torturador, escupió una bocanada de sangre sobre la camisa blanca de Somoza. Se decía, entre nosotros, los chavalos del barrio, que conspirábamos infantilmente en la acera, al atardecer, que Somoza veía obsesivamente la sangre de Báez Bone que le caía encima, y cambiaba constantemente de camisa.

La sangre vertida por instinto cruel, atenazaba a Somoza, quien pretendía subir a los salones de casa presidencial limpiamente luego de cada faena brutal en las mazmorras. Vencido por el valor y la dignidad del torturado, no por remordimiento, llevaba consigo la tortura a todas partes, visible como una mancha, porque no soportaba, como Judas, la superioridad moral de su víctima.

El somocismo fue una enfermedad psicológica compartida entre pueblo y dictador. Una autoestima baja que se complementaba en complejos recíprocos. La psicología profunda revela una transferencia emocional mutua en el arquetipo de dominación y dependencia que suplanta la realidad, como en el síndrome de Estocolmo.

Cuando Somoza vive temeroso sus últimos meses, alejado del poder, con fantasmas reales de qué preocuparse, su suerte resulta indiferente al pueblo liberado de la carga humillante del poder dictatorial. Su muerte a manos de guerrilleros argentinos no tiene la más mínima importancia. Ese capítulo final de Somoza es similar a los créditos de una película que se proyectan inútilmente en la pantalla, cuando la sala ya está vacía.

Hoy, al parecer, comienza nuevamente un ciclo terrible semejante. Los torturadores toman otra vez sus instrumentos del oficio.

La vida, aunque es conceptualmente incomprensible, demanda una solidaridad coherente en la sociedad. Exige escoger con inteligencia, desde el principio, no solo el lado humanamente digno entre torturado y torturador, sino, también, entre quienes aman racionalmente la libertad colectiva y quienes prefieren ser marionetas del despotismo.

El autor es ingeniero eléctrico.

Opinión Andrés Cerrato Nicaragua tortura archivo
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