A menos de seis meses de las elecciones generales el panorama es sombrío, no voy a repetir los detalles acá, todos los días alguien los enumera en las páginas de este periódico o en las redes sociales. La situación es tal que la conclusión de muchos se resume en frases como: “No votaré de todas maneras se van a robar mi voto”.
Lo triste es que esa es la reacción que el orteguismo quiere que tengamos. Al tomar esa actitud el orteguismo está logrando que su plan se cumpla.
En mi libro, Muerte de una República (2012) hay un capítulo titulado Los fraudes, el mecanismo para destruir la confianza; allí me hago la pregunta ¿por qué era tan importante —ya desde antes del 2006— para el orteguismo desacreditar el voto? En el mismo capítulo respondo.
Porque le representaba una barrera que le resultó insalvable en 1990, en 1996, en 2001 y solo pudo superarla en 2006 por dos factores: la reducción al 35 por ciento del porcentaje para ganar una elección y la división del PLC, provocada por el pacto y la terquedad de Arnoldo Alemán de manipular las candidaturas en su partido (pág. 174).
Luego escribo: “El orteguismo examinó, estudió y analizó (los resultados de las elecciones desde 1990) para entender que la victoria del 2006 se debió a causas circunstanciales y no a que el FSLN había conquistado votantes”. Por eso debía destruir la confianza en el voto.
El sandinismo en 1990 obtuvo 40.8 por ciento; en el 96 el 37.8 por ciento; en 2001 el 42.2 por ciento y en 2006 el 38 por ciento. Por su parte, la opción no sandinista obtuvo el 54.7 por ciento en 1990; el 51 por ciento en 1996; el 56.3 por ciento en 2001 (ver Catálogo Estadístico de Elecciones editado por Ipade, publicado en febrero de 2008).
Es evidente que para Daniel Ortega y el orteguismo el voto libre contado de manera transparente es como la cruz para el diablo, y como lo sabían, hicieron todo lo posible no solo para desarmar el voto no sandinista, sino destruir la confianza que el nicaragüense tenía en su voto. No olvidemos que sumadas las dos ofertas liberales en 2006 sacaron el 55.4 por ciento, eso sin incluir que nunca se contó el 8 por ciento de los votos.
Analizar en 2012 lo que sucedió en 2006 es chiche, dirán algunos, pero lo que prueba que sin duda el orteguismo conocía al dedillo su problema y sabía que su mayor enemigo era el voto queda plasmado en una columna que escribí el 21 de octubre del 2006, unas dos semanas antes de las elecciones, titulada Cómo burlar la voluntad ciudadana, en la que enumero que para entonces el orteguismo —ya en control del CSE— había tomado seis medidas para garantizarse el fraude en caso de que los votantes emitieran sufragio masivamente (Muerte de una República, pág. 182).
Este recuento que hago ahora no es para seguir señalando culpables dentro de la oposición, sino para que nos demos cuenta del poder del voto y el horror que el orteguismo le tiene. Es cierto, actualmente la votación puede ser manipulada porque Ortega controla el Consejo Supremo Electoral, porque se ha garantizado que no habrá observación y se ha asegurado que la oposición se presente debilitada.
Pero ¿qué sucederá si no salimos a votar? La respuesta tiene dos partes: una, un fuerte abstencionismo resulta en una victoria arrolladora del orteguismo, lo que garantiza que el absolutismo, las arbitrariedades, los abusos y la corrupción van a aumentar; y dos, que la olla de presión sin válvulas de escape en la que el autoritarismo mete a la sociedad solo producirá inestabilidad económica y social en el mediano plazo. Eso es seguro.
Muchos podrán decir que su voto no hará la diferencia “si de todas maneras se lo van a robar”, pero ese voto lo tendrán que contar. ¿Podemos quedarnos tranquilos viendo cómo el abuso y la arbitrariedad se entronan y nos dirigimos al despeñadero —aunque para algunos el paisaje por el momento parezca paradisíaco— sin siquiera depositar un voto para dejar sentada una silenciosa protesta? Como ciudadanos tenemos responsabilidades, asumámoslas.
Twitter: @guayoperiodista