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Poeta Vidaluz Meneses.LAPRENSA/ARCHIVO

El gol de Vidaluz

En 1981 me hallaba en Moscú, terminando mi tesis Reinterpretación del leninismo a la luz de la luna, bajo la tutoría del Dr. Kaganovich. Esta  monografía de utilidad dudosa me abriría, meses después las puertas del Banco de Santander. Pero esa es otra historia. Como es inevitable en cualquier clase de destierro, me relacionaba principalmente […]

En 1981 me hallaba en Moscú, terminando mi tesis Reinterpretación del leninismo a la luz de la luna, bajo la tutoría del Dr. Kaganovich. Esta  monografía de utilidad dudosa me abriría, meses después las puertas del Banco de Santander. Pero esa es otra historia.

Como es inevitable en cualquier clase de destierro, me relacionaba principalmente con gente de mi lengua y mi cultura. Es por eso que me enteré que en el campus de la Universidad Patricio Lumumba, donde tenía mi dormitorio, se iba a celebrar un partido de futbol —más que amistoso, fraterno— entre estudiantes de Angola y Nicaragua.

Siendo al parecer uno de los pocos que mostró cierto interés en el evento, pese a ser la Nicaragua de entonces un referente planetario para las izquierdas, el delegado de deportes, Stanislas Labamba, decidió que yo arbitrara el encuentro. Supongo que en su decisión pesó más el rigor científico que se me suponía, que mi conocimiento del reglamento. El caso es que acepté para congraciarme con el delegado; por si las moscas.

Aunque se suponía que estábamos en primavera, a la hora del partido, 10 de la mañana, hacía un frío siberiano. Las huestes morenas de Agostinho Neto llegaron quince minutos tarde. Los hijos de Sandino empezaron a llegar a las diez y media. A las once aún faltaban cuatro muchachos para completar el cuadro pinolero y el camarada Labamba bailaba, no de frío sino de cólera.

Aparte de algunos fugaces curiosos, los únicos espectadores del encuentro eran los miembros de una delegación nicaragüense del Ministerio de Cultura que había llegado a firmar ciertos acuerdos y a quedarse con la boca abierta viendo los avances soviéticos en el campo de las artes. Los otros campos ni los mostraban ni los queríamos ver; ni siquiera aceptar su existencia.

En esa tesitura, el embajador de Nicaragua —que entonces era sandinista— decidió, para salvar la cara, que la delegación visitante y la primera secretaria de la Embajada entraran al terreno de juego para cubrir las bajas. Y así se hizo. En los vestuarios, los calcetines disponibles estaban sudados y hediondos y los zapatos les quedaban grandes a todos. Se impuso la mística revolucionaria y si hay que enfrentar en desigual combate al coloso africano, se cumple con la patria a cualquier costo.

Los cumplidores eran tres mujeres lindas y un muchacho chaparrito, famoso en su país por los jabones y el teatro. Al faltar el arquero estudiantil y negarse todos los nicas a ponerse de portero, el embajador decidió que fuera el afamado granadino quien ocupase el lugar bajo los palos.

Los angoleños no podían dar crédito al combinado estrafalario que tenían delante. Protestaron airadamente al principio, pero el espíritu de los No-Alineados se impuso y no les quedó de otra que resignarse. Y pese al cuidado que ponían para evitar atropellar a las damas y la parcialidad de mi arbitraje, al final del primer tiempo Angola ganaba por 6-0.

El embajador de Nicaragua, hombre de buena estatura, tuvo la clarividencia de sustituir personalmente al improvisado portero. La bella Rosita, funcionaria de la embajada, pasó al banquillo para componerse el maquillaje y Pepe se infiltró en la delantera como ardilla voladora.

Dos mujeres nicaragüenses quedaban en el campo. A la más guapa parecían hacerle daño las botas deportivas, porque caminaba raro. La otra era una joven alta y flaca, que se cubría la cabeza con los brazos cada vez que el balón le pasaba rozando.

Los estudiantes nicaragüenses peleaban con denuedo, pero poco podían hacer ante la velocidad y fortaleza física del contrario. El partido estaba a punto de terminar. Tres goles más había marcado Angola en el segundo tiempo, lo que les ponía a punto de infligir a Nicaragua una doble manita bochornosa. Al filo de lo imposible, el apuesto guardameta nica lanzó un potente disparo que llegó cerca del área adversaria. La nicaragüense a quien le dolía el zapato, dio un respingo para evitar el balón que se le venía encima. Demasiado tarde; la bola rebotó en su cabeza y fue a estrellarse directamente en las mallas de la portería contraria. Nicaragua había anotado el gol del honor y yo pité apresuradamente el final del partido.

En los vestuarios felicité a la goleadora. Se llamaba Vidaluz y como era poeta se ocupaba de la red de nacientes bibliotecas. Me presentó a la joven delgadita que tenía miedo al balón y me dijo de ella, creo recordar, que estaba componiendo la casa matriz de Niquinohomo. El jefe de las dos, Ernesto Cardenal, era el embajador de la Revolución en el mundo y, por suerte, no figuraba en la delegación: hubiera sido peliagudo alinear como “líbero” a un adalid de la liberación.

En años sucesivos, tuve oportunidad de frecuentar a Vidaluz  y descubrí que bajo su delicada belleza rafaelita había un corazón sin fronteras, una estatura moral que agigantaba su figura menuda, una sensibilidad exquisita que no solo se traducía en versos, sino en cada aspecto de su quehacer diario, bregando en todos los frentes: el revolucionario, el gestor, el literario, el cristiano, el civilista, el defensor del pueblo.

Su gol en Moscú, quizás no tan importante como el que marcó el padre Arríen, forma parte de su apuesta personal por salvar el honor de todos. Sin celebraciones ni estridencias, pero dejando siempre en el tejido social nicaragüense la impronta de su huella. Como antes del gol. Como después del gol.

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