Nicaragua aún no ha tenido su verdadera revolución liberal. El 11 de julio de 1893, los liberales nicaragüenses vieron con júbilo que su caudillo, general José Santos Zelaya, entraba triunfante en Managua para encarrilar al país por una nueva senda, genuinamente liberal. El General proclamó una famosa constitución, tan liberal en contenido y espíritu, que recibió el nombre de “libérrima”, superlativo de libre. Entre otras cosas prohibía la reelección, establecía el sufragio universal y secreto, la separación e independencia de los poderes, la libre emisión del pensamiento, y la autonomía de los municipios.
Pero como ha ocurrido tantas veces, el caudillo ignoró la constitución. Se reeligió cuatro veces, obvió las elecciones —corrió dos veces sin contrincante— avasalló los poderes del Estado y aplastó, tanto la libertad de pensamiento como la autonomía municipal. Su dictadura duró 14 años, hasta que una revolución libero conservadora, con el apoyo decisivo de Estados Unidos, lo sacó del poder.
La segunda oportunidad de los liberales para encauzar el país por la senda democrática fue su regreso al poder con Moncada, en 1929, durante la segunda ocupación estadounidense. Tanto él, como su sucesor, Sacasa, fueron electos en comicios limpios supervisados por estas. El país parecía encarrilarse bien: al irse las fuerzas norteamericanas en 1933 dejaron dos instituciones claves para la democracia: un ejército apolítico y un sistema electoral moderno. Pero no duraron mucho: Sacasa comenzó a politizar el ejército, diseñado con proporciones casi iguales de oficiales liberales y conservadores, al trastornar el balance a favor de los primeros. El golpe de gracia lo dio el jefe del ejército, Anastasio Somoza García, quien purgó aún más al ejército de elementos conservadores y lo sometió a su total control. Luego rompió el orden institucional a través de dos golpes de estado y varias reelecciones, hasta que lo asesinaron en 1956, precisamente el día que era proclamado candidato para otro período.
Somoza García, aunque impulsó algunas políticas de corte liberal y progresista —un moderno código laboral, libertad de mercado, protección a la propiedad, etc.— presidió un período autoritario, marcado por estados de sitio y ausencia de libertades. El heredar su poder a su hijo Luis profundizó la ruptura del principio de alternabilidad del poder. Sin embargo, este promovió reformas de auténtico corte liberal, entre ellas una corte suprema de justicia profesional, vitalicia e independiente, y la prohibición de reelección.
Parecían otra vez abrirse nuevos horizontes hasta que las ambiciones presidenciales de su hermano, Anastasio, lo sabotearon. Luis murió sin poder detener la elección de éste, de quien proféticamente dijo: “será fácil subir, pero difícil bajar”.
Anastasio fue liberal en lo económico; un gran modernizador del Estado e impulsor de una economía muy vigorosa, pero lo perdió su afán de perpetuarse en el poder cuando el signo de los tiempos —que él no reconoció a tiempo— le eran adversos. Cayó en medio de un mar de sangre para dar lugar a un gobierno marxista, anti-liberal y totalitario.
Con el triunfo de doña Violeta en 1990, un aire democratizador pareció enderezar a Nicaragua por una senda de auténtica independencia de poderes, plenas libertades y elecciones confiables. Pero fue un liberal, Arnoldo Alemán, quien, a pesar de su mayoría parlamentaria, pactó en 1999 con las fuerzas autoritarias del FSLN, concediéndoles la mitad del control del Estado y abriéndoles las puertas del regreso al poder tras bajar a 35 el porcentaje mínimo para ganar las elecciones. El presidente Bolaños no pudo revertir este proceso y tuvo que entregarle la presidencia al más iliberal de los gobernantes nicaragüenses. Allí estamos. Con una revolución liberal aún pendiente.
El autor fue ministro de Educación en el gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro.
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