La experiencia histórica nos dice que el continuismo y el nepotismo han sido dos vicios que han conspirado en contra de nuestro desenvolvimiento democrático y causa de muchas calamidades, incluyendo guerras civiles.
En la primera Constitución que Nicaragua se dio como Estado independiente, separado de la antigua Federación Centroamericana (1838), se prescribía que la duración del período del director supremo del Estado sería de dos años sin poder ser reelecto, sino hasta pasado el siguiente período. La Constitución de 1854, que creó la figura del presidente de la República, en tiempos de don Fruto Chamorro, estableció que el presidente no podía ser reelecto consecutivamente. A su vez, la Constitución de 1858 dispuso que el ciudadano que hubiese desempeñado la Presidencia no podía ser reelecto para el período inmediato. En ambas constituciones el período presidencial se limitaba a cuatro años. Quizás por eso se permitía una nueva elección, después de transcurrido un período.
La llamada Constitución “libérrima” de Zelaya (1893) estableció que el ciudadano que hubiese ejercido la Presidencia en propiedad no podía ser reelecto ni electo vicepresidente para el siguiente período. Sin embargo, Zelaya logró que la Asamblea constituyente de 1896 lo declarara electo para un nuevo período (1898-1902). En 1905, la nueva Constitución, conocida como “La Autocrática”, promovida por el afán continuista de Zelaya, acabó con el principio de la no reelección presidencial al no mencionarla, por lo que quedó permitida. La Constitución Conservadora en 1911 restableció el período de cuatro años y prohibió la reelección presidencial.
El período presidencial se volvió a prolongar de cuatro a seis años en la Constitución de 1939, ya bajo la influencia dominante de Anastasio Somoza García. Pero se mantuvo el principio de la no reelección del presidente para el siguiente período. Luego, Somoza y sus descendientes reformaron la Constitución o lograron la aprobación de nuevas Constituciones (1948 y 1950), cuantas veces fue necesario para acomodarlas a sus propósitos continuistas, para lo cual se valieron de los pactos con sus adversarios políticos. La última Constitución somocista fue la de 1974, que prohibía la reelección presidencial.
La Constitución llamada sandinista de 1987, de corte “presidencialista-autocrático”, mantuvo el período de seis años, pero suprimió el sano principio de la no reelección presidencial. En este aspecto, significó un tremendo retroceso en nuestro desarrollo democrático.
En Nicaragua, después de las reformas de 1995, nuestra Constitución Política establecía un doble candado al continuismo. En efecto, el Artículo 147, literal a) decía: “No podrá ser candidato a Presidente ni Vicepresidente de la República: a) El que ejerciere o hubiere ejercido en propiedad la Presidencia de la República en cualquier tiempo del período en que se efectúa la elección para el período siguiente, ni el que la hubiera ejercido por dos períodos presidenciales”. Este doble candado fue suprimido por una amañada sentencia de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia para permitir la reelección indefinida de Daniel Ortega.
Para salirle al frente a la tentación continuista engendradora, según lo confirma nuestra historia, de caudillos y dictadores, sería saludable para nuestra democracia establecer algún día, cuando las condiciones así lo permitan, que quien ha desempeñado la Presidencia nunca más pueda aspirar a ella, máxime si el período presidencial se mantiene en cinco años, que es un lapso suficiente para dejar una huella en la historia, positiva o negativa.
En cuanto al vicio del nepotismo, la mejor manera de combatirlo es prohibiendo que puedan ser candidatos el cónyuge y los parientes de quien ejerce la Presidencia, en el cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad. Es una incongruencia que la Ley de Probidad de los Servidores Públicos (Ley Nº 438), inhabilite para el ejercicio de la función pública al cónyuge o acompañante en unión de hecho estable del servidor público que hace el nombramiento y, en cambio, nuestra Constitución Política haya omitido al cónyuge del presidente de la República entre quienes no puedan ser candidatos para el período siguiente o, en el mismo período presidencial para vicepresidente, es decir, en la misma fórmula presidencial. Las sucesiones dinásticas son una aberración política que suelen terminar mal, como sucedió con los Somoza. Ojalá no se repita el mismo error.
El autor es jurista y catedrático.