Nos preguntan —unos— y nos cuestionan —otros— por qué no comentamos y analizamos el discurso de Daniel Ortega en la plaza, el 19 de julio recién pasado.
La respuesta es que no vale la pena comentar los discursos de Daniel Ortega, pues, salvo extraordinarias excepciones, todos son iguales: las mismas fobias hacia Estados Unidos y Europa, los mismos insultos, las mismas mentiras, el mismo tono, lo mismo siempre.
En realidad, lo que se debería analizar es al mismo Daniel Ortega, es decir, su personalidad, el porqué de sus ideas fijas y obsesiones. Esta es una tarea que deberían realizar los especialistas en la mente y la conducta humana, de esa manera le ayudarían a los nicaragüenses a entender el irracional discurso político oficial de Nicaragua.
Algunos expertos hablan de la psicopatía política. Dicen que es un error creer que el psicópata es solo un delincuente, un asesino serial, un Hannibal Lecter como el de la famosa novela y película estadounidense, El silencio de los inocentes.
En realidad, un psicópata es también —escribe el pastor bautista, psicólogo y escritor argentino Bernardo Stamateas—, una persona “normal”, alguien que ambiciona desmedidamente el poder y que quiere ejercerlo sin límites de ninguna clase, para sentirse poderoso e invulnerable.
De acuerdo con esa definición técnica, se puede decir entonces que han sido y son psicópatas políticos todos aquellos personajes famosos que desde la antigüedad hasta nuestros días, han conquistado, acumulado, ejercido y retenido una inmensa cantidad de poder que los ha colocado por encima de personas y naciones, de vidas y haciendas.
Se puede decir que la psicopatía política es una enfermedad profesional del ejercicio del poder. Por su propia naturaleza, la persona humana ambiciona el poder y no se conforma nunca con el que tiene, siempre quiere más. Por lo cual es necesario establecer límites para el ejercicio del poder y pedirles cuentas a quienes lo ejercen.
Pero esto no siempre se hace. Como dice el analista político Alberto Medina Méndez, también argentino como Stamateas, no son pocas las personas que cuando están en la llanura y luchan contra los gobiernos despóticos, se comportan correctamente, con modestia e inclusive con humildad. Pero después que alcanzan el poder “se ven tentados a iniciar un proceso sin retorno, progresivo, gradual, pierden la humildad (…) abandonan una a una sus convicciones y terminan pareciéndose a los que abominaban hasta poco tiempo atrás”.
Medina Méndez se refiere, obviamente —sin mencionar a nadie por su nombre— a todos aquellos “luchadores” por la libertad, la democracia o la “revolución liberadora”, quienes después que derrocaron a los opresores y tomaron el poder, se transformaron ellos mismos en los nuevos dictadores.
Por eso es que la democracia se funda en el principio de que no se puede ni se debe confiar en que quienes ejercen el poder, se van a regular por sí mismos. Hay que regularlos. El mal de la psicopatía política hay que prevenirlo con el antídoto del Estado de derecho, del control institucional y social, de los pesos y contrapesos del poder, de la rendición de cuentas y demás atributos del sistema democrático.
Este sistema no existe en Nicaragua, construirlo es una tarea que tiene pendiente la ciudadanía nicaragüense.