El regreso a las farsas electorales en las que se puede votar pero no hay derecho de elegir —de las cuales el somocismo fue gran maestro y el orteguismo resultó alumno aventajado—, plantea la necesidad de que la política democrática nicaragüense sea sometida a una evaluación crítica, con vistas a regenerarla mediante la recuperación de sus valores fundamentales.
El orteguismo ha excluido de la participación en las elecciones a la principal fuerza política de oposición, la única que podría darle la batalla electoral, inclusive derrotarlo en el caso de que los comicios fuesen competitivos y transparentes. De esa manera se ha cerrado la posibilidad de cambiar el gobierno por medio de elecciones, las que han sido rediseñadas para que Daniel Ortega se perpetúe en el poder y lo herede a alguien de su propia familia o de su mismo partido. O sea que la democracia republicana ha desaparecido de Nicaragua.
Al decir democracia republicana nos referimos a la auténtica democracia, que es necesario diferenciarla de otros regímenes que se hacen llamar “democracia popular”, “democracia del poder ciudadano”, “democracia directa”, etc., pero no son realmente democráticos sino autoritarios, dictatoriales, inclusive totalitarios.
La democracia republicana es aquel sistema de gobierno en el cual se respetan las libertades individuales, donde la ley es igual para todos, donde nadie por muy poderoso que sea está por encima de los demás y el ejercicio del poder es sometido a estrictos controles públicos. Donde los gobernantes rinden cuentas a los ciudadanos y el gobierno se renueva periódicamente mediante elecciones limpias y competitivas. El único sistema en el que la persona humana puede desarrollar y aprovechar sus capacidades creativas.
Obviamente, ese modelo de democracia es absolutamente opuesto al sistema político autoritario que impera actualmente en Nicaragua y para establecerlo habría que derrotar y erradicar al régimen orteguista.
El sistema democrático republicano se intentó construir en Nicaragua en los años de la democracia precaria, de 1990 a 2006. Sin embargo, la debilidad de la cultura política nacional y la fortaleza de los remanentes del viejo régimen autoritario –sandinista y somocista a la vez, que fueron derrotados pero no sepultados—, hicieron fracasar el proyecto democrático cuando Daniel Ortega recuperó el poder y el país volvió a ser sometido a una dictadura.
La clase política democrática de Nicaragua tiene mucha culpa de esa regresión y ahora debe autocriticarse, reconocer los graves errores cometidos y comprometerse a superarlos, a no volver a confiar en caudillos o aventureros políticos corruptos que se hacen pasar por demócratas, pero no lo son.
Es posible renovar la política democrática y regenerarla éticamente. Todo es querer hacerlo. Los métodos de organización y los estilos de dirección, los liderazgos individuales, la relación con los ciudadanos, la vinculación de los objetivos políticos institucionales con los problemas y aspiraciones materiales de la gente, todo eso tiene que ser replanteado pues de lo contrario la dictadura orteguista podrá perdurar tanto como la china y la cubana.
El debate está abierto y no hay que ponerle limitaciones. Al menos en la oposición tiene que haber libertad y practicarse la democracia, ya que en la sociedad y el Estado esto es, por ahora, prácticamente imposible.