Josefa abrió la puerta de su casa que le había reglado su abuela. El sol le dio de lleno en la cara…, le ardieron los ojos de tanta luz y el bullicio de la calle era abrumador. Con un gesto de fastidio Josefa se puso sus gafas oscuras e ipso facto se internó en esas calles atestadas de gente.
Hacía tiempo que Josefa no salía de su madriguera y demasiado acostumbrada a su escondrijo se sentía extraña entre tanto ajetreo, pero el contacto con el aire fresco de la tarde y los viejos olores de la calle le devolvieron un poco la tranquilidad. Josefa caminaba pausadamente, sin rumbo, solo le orientaba su imaginación por el placer de sentirme libre y escuchar el murmullo lejano del laberinto de los recovecos de su mente.
Fue entonces que como llevada y guiada por un sortilegio se dirigía hacia ese mar que le llamaba con su loca melodía. Su mente le pregonaba el paso por un puente y crucé al otro lado de la ciudad, donde las calles estaban menos concurridas y se podía escuchar mejor el sonido de las olas chocando con el rompeolas y el aletear de las gaviotas.
Josefa sabía que era tiempo de partir. De alejarse de aquel lugar y volar lejos, como las aves en busca de nuevos horizontes. Pero una parte de ella se negaba a hacerlo; quizás por decidía, razones que ni ella misma comprendía; a pesar de todo, siempre esperaba una señal, que le indicara el nuevo rumbo, pero el destino se negaba a otorgárselo y muy por el contrario le daba nuevos incentivos para permanecer allí. Por eso debía escapar, alejarse abruptamente y emprender el vuelo.
Casi sin darme cuenta Josefa, las horas fueron pasando y muy espléndidamente un velo violáceo cayó inesperadamente sobre el cielo llenándolo de mil reflejos y en medio de aquel juego de luces y sombras una pálida luna se asomó sibilinamente. De pronto, en ese éxtasis de colores y sensaciones, sentí a Josefa que la ropa se me desmoronaba y entre los jirones de tela aparecían unas voluptuosas alas, y fue así, como si estuviera en un sueño, que le dirigí hacia el portón del laberinto de su mente puente y emprendí el vuelo, hacia allá.
Cuando llegó al final se encontró en un patio ruinoso y completamente vacío. No veía un alma por ninguna parte, así que decidió salir de allí, pero cuando quiso volver al pasillo, alguien se le interpuso y con una voz gangosa la interpeló —¿Por qué me sigues?— Asustada por tal aparición, corrió desesperadamente entre los trastes viejos, sintiendo los pasos del hombre casi pisándole los talones.
Agotada y malhumorada regresó a su casa y se sentó en una silla bebiendo su acostumbrada taza de té, cuando distraídamente miró la pintura del muro con la puertecita y se fijó que curiosamente esta seguía abierta y en el fondo del pasillo llegó a distinguir al vecino atrapado entre los cables y mirándola fijamente. Entonces, se dijo Josefa, que bandida es esta realidad en la que me he sumergido, pero es fascinante, mi querido vecino laberíntico de mi mente.