Lo es, ideológicamente hablando. Ortega, como los comunistas chinos, conserva la fe, típicamente leninista, de que una vanguardia revolucionaria, líder y representante del pueblo, tiene la potestad de gobernar dictatorialmente mientras tolera, por conveniente, la economía de mercado.
Antes, en la década de los setenta y ochenta, era comunista soviético. Creía que el Estado debía ser el motor y amo de la economía y veía al empresariado como enemigo. El desastre de su primera gestión económica (1979-1990), sumado al derrumbe mundial del socialismo, más el éxito de los chinos, lo convenció que estos habían llegado a la fórmula correcta: dejar al partido comunista el control total de la política y al empresariado la creación de empleos y riqueza.
Políticamente Ortega no siguió los pasos de otros líderes de izquierda, como Cardoso, Lula y otros exmarxistas, que evolucionaron hacia la “izquierda democrática”. Más bien permaneció fiel y nostálgico a la idea de la dictadura del partido único, la que Lenin llamó “dictadura del proletariado”.
Al regresar al poder en el 2007 implementó la parte económica del modelo chino, cosechando éxitos y simpatías. En el entorno político fue más despacio. Sin perder de vista su objetivo final, decidió desmontar gradualmente el aún nuevo y frágil andamiaje democrático. Fue así concentrando en sus manos todos los poderes del Estado, aunque conservando la apariencia de una democracia formal. Muchos sabíamos que detestaba la democracia representativa; lo había expresado en Cuba y otros foros, aunque no abiertamente en Nicaragua. Pero esperábamos que continuaría jugando dentro de ella, si bien con los dados cargados. Al fin de cuentas parecía una estrategia más potable y de menor riesgo.
A partir de mayo, sin embargo, sorprendió a todos apretando las tuercas y abrazando, pública y abiertamente, su deseado modelo político. Representantes de Ortega en el Foro de Sao Paulo, organización de las izquierdas de América Latina, expresaron recientemente la filosofía detrás de este giro al decir que “La democracia representativa [es] legitimadora del poder de las clases explotadoras, lo cual fundamenta aún más la necesidad de los cambios estructurales, no solo en el ámbito económico, sino en el ámbito político, en cuanto al diseño del modelo”.
Se trata pues del rechazo abierto, en palabras y obras, del tradicional modelo democrático de separación de poderes y libertades públicas, donde el pueblo elige libre y periódicamente, a sus representantes. ¿Para sustituirlo por qué? Por el modelo de partido único, o súper hegemónico, como representante exclusivo de la voluntad popular, al que deben supeditarse todas las instituciones; fuerzas armadas, parlamento y cortes. Partido que, además, usando la terminología de Lenin, ejerce un “centralismo democrático”, que no es más que un sistema vertical de mando donde todas las directrices emanan de un centro o dictador.
En el caso nicaragüense este centro es el matrimonio Ortega Murillo. Igual que en las monarquías absolutas del medioevo, que consideraban que su poder les venía de Dios, ellos se sienten ungidos por la historia para regir para siempre los destinos de sus vasallos. Por tanto, no están obligados a rendirle cuentas a nadie ni a exponer su dominio en elecciones periódicas “burguesas”.
Ese es el nuevo modelo político que nos han recetado a los nicaragüenses: una dictadura unipartidista, dinástica y permanente, que aún no ha terminado de sacar sus garras, pues en su agenda está también incrementar los controles sobre los ciudadanos e ir eliminando libertades con la posible, pero nunca garantizada excepción, de la libertad de hacer plata.
Es el sistema que quieren los Ortega Murillo que acepten resignadamente el sector privado, las iglesias y la sociedad civil.
¿Bajaremos la cabeza?
El autor fue ministro de Educación en el gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro.
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