No conocí en lo personal a Santos René Núñez Téllez. Jamás llegue a estar ni a cinco metros cerca de él y en consecuencia nunca tuve una conversación ni siquiera telefónicamente con él. Lo expongo y describo así porque siento que debo escribir y decir algo sobre este personaje que ha partido al inexorable más allá al que todos finalmente tenemos como puerto de destino.
Es notorio el peso específico de este hombre. Basta palpar en la atmósfera del gentilicio que nos distingue para determinar que hay un profundo vacío y que el ceremonial que se le ha deferido es digno solo de grandes referentes al que con muchísimo respeto se le rinde una compungida admiración que no solo es propia de la causa política que abrazó, del FSLN que fue el instrumento por el cual luchó o de la familia que lo inspiró, sino de toda una Nicaragua que desde su septiembre azul y blanco en el que se va, lo aplaude de pie para decirle presente.
Santos René Núñez Téllez de siempre fue sobrio, afirman sus compañeros. Fue un reflexivo distante de las emociones estériles y de ahí lo parco de su personalidad. Sin embargo la profunda visión del pragmatismo por el que optó, a través de los epopéyicos acontecimientos sobre los que tuvo acción y opinión, son el resultado real y palpable del éxito del que es signatario como un actor influyente y determinante de la realidad contemporánea que vive Nicaragua.
Por la letra de la misma historia sabemos que René, como a secas le llamaban, tejió desde las distancias y complejidades que existían la unidad del FSLN, algo que de no haberse logrado, jamás hubiésemos sabido del 19 de julio y seguramente estaríamos siendo gobernados por algún nieto de la dinastía. Por eso este hombre fue considerado el décimo comandante de la “Dirección Nacional” y por eso mismo se erigió como esa figura emblemática que luce única y distinguida porque a pesar de sus laureles nunca se le percibió arrogante o empinado por encima de los demás.
Como un diputado más, durante las administraciones liberales, fue para los suyos un oráculo de consulta en momentos determinantes pero como presidente de la Asamblea Nacional (AN) fue para el parlamento un estilo que convencía y no imponía a los propios y a los ajenos. Desde los pasillos de ese poder del Estado o desde sus espacios de prensa, siempre escuché del personal o de sus adversarios en el hemiciclo, las bondades de René como político y ser humano, a pesar de la dimensión que tenía.
Este hombre que ha partido iba a lo fijo. No especulaba. Era una persona de orden que llamaba públicamente al recato de los suyos cuando se disparaban en el bullicio o la improcedencia. Era un respetuoso de las descarnadas críticas de sus adversarios cuando estos tomaban la palabra desde sus curules. Era un maestro de la conducción y procesos del parlamentarismo donde los pensamientos, emociones, circunstancias y coyunturas siempre balancean sobre un hilo delgado que en el juego político no cualquiera tiene la habilidad de tensar o aflojar como lo hacía René Núñez.
Recuerdo unos meses atrás cuando René Núñez retornó a la AN luego de un buen tiempo en Costa Rica donde batallaba contra la enfermedad que finalmente lo venció. Se sabía que estaba en su oficina y todo el plenario sabía que ese día ocuparía nuevamente su asiento como presidente. Cuando hizo su ingreso al plenario todos se pusieron de pie y con un sonoro aplauso y los vivas correspondientes le daban la bienvenida con el júbilo entusiasta de que se quedaría, pero más tarde partió para después volver a despedirse.
El autor es periodista.