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siglo XXI, corrupción, metamorfosis
Enrique Jiménez

Septiembre azul y blanco

Desde el primero  de septiembre, en León de mi querida Nicaragua de ensueños y asombros infantiles que afortunadamente me han perdurado,  yendo a mi trabajo en el Campus Medicus, en una mañana soleada, en la ribera del Río Chiquito y en las inmediaciones del templo de San Sebastián, ahora erigido nuevamente, conservando sí las ruinas de la antigua iglesia que muestra a la vista del turista las cafesuzcas paredes henchidas de ripios y zacate, propias del adobe característico de las construcciones coloniales; en este entorno que lo completan dos viejos cañones que evocan los versos de Rubén: “… a aquellas antiguas espadas, a aquellos ilustres aceros que encarnan las glorias pasadas”; veo una hermosa bandera azul y blanco que ondea orgullosa sostenida de su asta, en la entrada principal de la casa de un patriota.

Instantáneamente mi corazón se enciende en el calor del hogar de la patria, mi memoria como una exhalación me lleva a los septiembres vividos como buen nicaragüense “por gracia de Dios”.  La bandera que acabo de ver se transforma en mil y un banderines pequeños agitados, en las manos de los niños en los desfiles patrios; escucho las marchas rítmicas de las bandas de guerra y veo las calles de nuestras plazas de pueblo, atestadas de miles de nicaragüenses que ven pasar el desfile con orgullo y satisfacción porque marchan sus hijos. Están los hombres sobriamente vestidos para magna ocasión. Las mujeres luciendo olorosos ramos de reseda, tiernos claveles; las mamás cargan previsoramente botellas con agua para aliviar la sed de sus hijos, otras,  las núbiles, obsequian una mezcla de nerviosas y atrevidas miradas propias de las primeras inquietudes juveniles, a los “fieros guerreros”, quienes impertérritos conservan la mirada al frente, guiados por el jefe que cuida celosamente el compás del paso y la alineación de su pelotón. El silencio soberbio es interrumpido por el silbato sonoro que anuncia el inicio de los sones marciales, ¡ya se oyen los claros clarines!, seguidos por la ejecución de los tambores, realzada por los redoblantes en manos de jóvenes viriles y adiestrados y de nuevo el silbato que da paso al suspiro de la lira y al suspenso del bombo y el platillo.

Los palillones varones, generalmente eran  escogidos entre los más gallardos de los  últimos años. Las palillonas ataviadas a la ocasión mostraban su belleza con decoro de doncellas que inocentemente ofrendaban su arte a la fiesta de la patria. El ritmo del palillón rigurosamente marcial; la palillona enriquecía su marcha con la gracia de su danza y gimnasia, en completa armonía con su feminidad.

La marcha es disciplinada, los uniformes y charreteras, su porte y aspecto, manifiestan  la victoria ofrendada a la patria. Los colegios de varones más formales, compiten con el cuerpo de caballeros cadetes de la Academia militar de esa época, que acostumbraban también desfilar para estas efemérides. Y el niño o joven con alma de poeta, no podía menos que exclamar, ¡ya viene el cortejo, el cortejo de los paladines!

Las muchachas escolares que desfilaban lo hacían con entusiasmo inédito, con conciencia de fiesta de patria que se mezclaba con el corazón festivo y los deseos femeninos naturales de ser admiradas. Los niños y niñas más pequeños iban al fondo del desfile generalmente, con sus boinitas o kepicitos de lado,  pero los más grandecitos ufanándose de formales cumplidores de la disciplina del desfile.

Y la promesa juramento ante la bandera; todo bajo ese sol que hiciera cantar a Darío: “Y el sol que hoy alumbra las nuevas victorias ganadas” e inspirara a Maldonado su himno épico;  “¡Gloria oh Sol de septiembre! que surges con tus peplos de luz inmortal, derramando la vida a torrentes, cual si fueses omnímodo mar”.
Es en mi infancia y juventud, en todo el equilátero de nuestra geografía,  14 y 15 de septiembre, días que el Momotombo deja de roncar y el Cocibolca y Xolotlán ensayan dulce armonía.  El Castillo Inmaculada Concepción y el Cabo Gracias a Dios guardan celosamente la patria de José Dolores Estrada, Andrés Castro, Miguel Larreynaga, José Cecilio del Valle, Sandino y Darío, para que esta de hinojos  se postre ante su Hacedor y al izar la Bandera Azul y Blanco, le diga gracias por hacernos nacer en esta tierra bendita que mana leche y miel; y  este Azul y Blanco  que nos ha dado,  nos recuerde permanentemente que no debe teñirse con sangre de hermanos.

El autor es médico.

Opinión patria septiembre archivo
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