Para la profesora Nila Mar Alemán Mora.
Ellos salieron de sus países
en busca de mejores horizontes.
Vienen de Cuba, Haití y Senegal.
Otros huyen de tiranías
como las de Ghana y el Congo.
Llegan con sus familias
hombres, mujeres y niños.
Vencieron las dificultades que encontraron a su paso
por Brasil, Ecuador y Colombia.
Se internaron en la mortífera selva del Darién.
Cruzaron ríos, montañas y valles,
avanzaron hasta Panamá y Costa Rica.
Es más poderoso el sueño que persiguen
que las dificultades que superan.
Son nuestros hermanos y hermanas en Cristo.
Personas como nosotros,
con familias como las nuestras.
Ellos dejaron sus aldeas, sus raíces.
Dijeron adiós a padres y abuelos,
y, a veces, a sus mujeres e hijos.
Persiguen un sueño
largamente acariciado
para salir de la miseria en que vivían.
¿Acaso no todos luchamos
por el bienestar de nuestros hijos?
Ellos son como nosotros
merecen nuestra solidaridad,
ser tratados humanamente
y no ser vistos como escoria.
¿En dónde se extravió
nuestra pregonada conciencia cristiana?
Porque una frontera de hierro
los tiene detenidos
en el sur de Nicaragua.
Tratando de superarla
diez de ellos encontraron
la muerte en nuestro Lago.
En la frontera sur de nuestra patria,
patria de tradición acogedora
para el forastero y el migrante.
Se yergue la frontera de hierro.
Somos un país que acostumbra
abrir sus brazos al extranjero.
Una cortina de hierro
les cierra el paso
a miles de hermanos y hermanas
que solo quieren continuar
su difícil empeño
de ver su sueño realizado
más allá de nuestros límites.
La frontera de hierro
nos niega como nicaragüenses generosos
y hospitalarios que siempre hemos sido.
¿Quién tiene tan duro el corazón
que fue capaz de interponer
esa frontera de hierro
al sueño de estos hermanos,
en vez de ofrecerles
un corredor humanitario?