¿Es Ortega un gobernante inmoral? Lo sería si, en su condición de mandatario, ignorara el imperativo moral más grande que enfrentan quienes dirigen naciones: velar por el bien común de sus ciudadanos. Hacerlo es, precisamente, la principal obligación de las personas con poder; de aquellos cuyas decisiones pueden afectar decisivamente el destino de sus pueblos. A más poder, mayor responsabilidad. La Biblia, en Sabiduría 6, 1-11, les habla así:
“Escuchen Reyes, y entiendan; aprendan gobernantes del todo el mundo, pongan atención, ustedes que dominan multitudes… El Señor, Dios altísimo… examinará las obras de ustedes e investigará sus intenciones… Él es Señor de todos y no tiene preferencias por ninguno, pero a los poderosos los examina con mayor rigor. Esto se lo digo a ustedes, gobernantes, para que adquieran sabiduría y no pierdan el camino”.
La Biblia asimismo advierte a los gobernantes que se descaminan: “El Señor vendrá sobre ustedes de manera terrible y repentina” (Sab. 6, 5) “…porque… no han juzgado con rectitud, ni han cumplido la ley, ni se han portado según su voluntad”. (Sab. 6, 4).
Ortega de hecho, aunque no de derecho, es la persona más poderosa del país. De lo que él solo decida depende, más que de nadie, lo que pueda ocurrir en Nicaragua. De aquí que, en estos momentos cruciales en que pende sobre Nicaragua las consecuencias de la “Nica Act”, lo que haga o deje de hacer definirá, en gran medida, su estatura moral y la medida en que le importa el bienestar de su pueblo.
Como lo han demostrado seria y profesionalmente algunos economistas y organizaciones como Funides, de aprobarse por el senado y el presidente de Estados Unidos la “Nica Act”, las consecuencias serán muy dañinas para la economía nicaragüense y para la mayoría pobre del pueblo nicaragüense. Esta es una realidad que no debe minimizarse. ¿Qué hacer para evitarla? Solo hay dos caminos: convencer a los legisladores norteamericanos que no la apliquen, o convencer a Ortega de que revierta los cambios políticos que la provocaron.
El primer camino es muy difícil. Lo sugiere la rapidez con que pasó por unanimidad, o sin objeciones, la mentada ley en el congreso, el hecho de que haya apoyo bipartidista a favor de la misma, y la mala imagen que el Gobierno se ha labrado internacionalmente. Este, obviamente, tratará de cabildear en Estados Unidos y enlistará a su favor algunos empresarios afines o amigos que quieran sacarle las castañas del fuego. Pero no tienen muchas probabilidades de éxito.
El segundo camino es fácil y difícil. Es fácil porque bastaría con que Ortega restablezca al menos la confiabilidad en nuestros procesos electorales, a través de medidas claras y concretas, para que el Departamento de Estado verifique que hay cambios verdaderos y que deben suspenderse los efectos del “Nica Act”. Es difícil, porque garantizar elecciones verdaderamente libres y competitivas podría arriesgar su proyecto político de perpetuar a su familia en el poder, con todas las ventajas que esto significa.
De forma que tiene un tremendo dilema: priorizar el bien común de su pueblo —que es su primero y supremo deber moral— o sacrificarlo en aras de un interés personal e ilegítimo. Es inmensa la responsabilidad que ellos tienen, ante su pueblo y ante Dios.
¿Qué preferirá el dúo Ortega-Murillo: su bien personal o el de sus compatriotas? Allí está su gran dilema; el que definirá qué clase de personas son, y del cual inevitablemente vendrán, sobre su país y sobre ellos mismos, bendiciones o maldiciones.
El autor fue ministro de Educación en el gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro.
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